Capitulo 8-Final

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Esconderme era un viejo hábito del que aún no había podido despegarme. Esconderme era mi principal objetivo cuando me fui de Seattle y esconderme fue lo que hice los días siguientes a la revelación que le había hecho a Alfonso. Él volvió esa noche y tocó mi puerta y, al igual que la noche siguiente, escondí la cabeza bajo la almohada para intentar no escucharlo.

A nivel meramente intelectual sabía que no tenía nada de qué avergonzarme. A fin de cuentas, no era yo quien había cometido un acto ilícito. No obstante, cuando creces con el convencimiento de que las apariencias son lo más importante, encarar a aquellos que saben que tu novio de toda la vida te

dejó por tu madre es una tarea titánica. Incluso quienes no conocían la historia completa pensaban que yo tenía algo malo, que no era suficiente, y la prueba irrefutable estaba en que las personas que, en teoría, debían tener el cuidado de mis sentimientos como máxima prioridad, les había importado muy poco pisotearlos de la forma más cruel.

Por otra parte, los que se horrorizaban con el comportamiento de mi madre y de Alan siempre me veían con esa expresión de «pobre niña rica» que era, incluso, mucho más hiriente que la realidad de los hechos.

Ya había superado lo de Alan, ya no albergaba en mi alma ningún odio asesino hacia mi madre, pero el peso de la traición y las miradas, curiosas y también de pena, eran algo que aún no podía aceptar con gracia.

El revivir todo aquello precisamente en los días del año que más odiaba y el no saber si podía retomar mi relación con Alfonso me enfermó. De veras. La mañana del sábado abrí los ojos y me di cuenta de que mi nariz goteaba sobre la almohada, que la cara, así como el resto de los músculos del cuerpo me dolían, y la cabeza la sentía como rellena de algodón. Un estornudo final confirmó el

diagnóstico.

Tomé las dos últimas pastillas de Acetaminofén que quedaban en el gabinete del baño y me hice un té con la última bolsita que tenía en la despensa; exprimí dentro un limón que estaba tan tieso que parecía una pelota de golf. Esperaba que los analgésicos hicieran algún efecto antes de ir a la tienda

a aprovisionarme para lo que se pronosticaba iba a ser un fin de semana sintiéndome como una piltrafa. Al parecer mi cuerpo había decidido ponerse en sintonía con mi estado de ánimo.

Cuando me desperté, la tarde estaba bastante avanzada, por lo que si quería ir a hacer las compras debía apresurarme. A fin de cuentas era Nochebuena, los negocios cerraban temprano y al día siguiente muy pocos abrirían sus puertas.

A pesar de la sensación de premura, me tomó todo el tiempo del mundo salir de la cama, conseguir ropa cómoda y peinarme. Esto último fue lo peor. Cada vez que el cepillo tocaba mi cuero cabelludo sentía que estaba siendo torturada por deberle a la mafia o algo así.

Más lenta que una tortuga llegué al recibidor y, si creí que vestirme había sido difícil, conseguir mi bolso y sacar las llaves me dejó completamente agotada.

Cuando finalmente pude abrir la puerta, Alfonsoestaba allí con la mano levantada como quien está a punto de tocar. Por alguna razón pensé que su persistencia era encantadora.

-¿Qué tienes? -Me lo preguntó tan alarmado que por un momento pensé que tenía póstulas en la cara o algo así.

-Estoy enferma.

-¿A dónde crees que vas?

-Necesito medicina y té y limones, también jugo de naranja.

El Vecino Perfecto(AyA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora