4- La aventura de los planos del «Bruce-Partintong»

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Una densa niebla amarillenta cayó sobre Londres durante la tercera semana de noviembre del año 1875. Creo que desde el lunes hasta el jueves no llegamos a distinguir desde nuestras ventanas de Baker Street la silueta de las casas de la acera de enfrente.
Holmes se pasó el primer día metodizando su índice del grueso volumen de referencias. El segundo y el tercer dia los invirtió pacientemente en un tema que venia siendo de poco tiempo a aquella parte su afición preferida: la música de la Edad Media. Pero el cuarto día, cuando, al levantarnos después de desayunarnos, vimos que seguía pasando por delante de nuestras ventanas el espeso remolino parduzco condensándose en aceitosas gotas sobre la superficie de los cristales, el temperamento activo e impaciente de mi camarada no pudo aguantar más tan monótona existencia. Se puso a pasear incansablemente por nuestra sala, acometido de una fiebre de energía contenida, mordiéndose las uñas, tamborileando en los muebles, lleno de irritación contra la falta de actividad.

- ¿No hay nada interesante en el periódico, Watson? - preguntó.

Yo sabía que al preguntar Holmes si no había nada de interesante, quería decir nada interesante en asuntos criminales. Traían los periódicos noticias de una revolución, de una posible guerra, de un inminente cambio de Gobierno; pero esas cosas no caían dentro del horizonte de mi compañero. En lo referente a hechos delictivos todo lo que yo pude leer eran cosas vulgares y fútiles.
Holmes refunfuñó y reanudo sus incansables paseos.

- En Londres del mundo criminal es, desde luego, una cosa aburrida - dijo con voz quejumbrosa de un cazador que no levanta ninguna pieza -. Mire por la ventana, Watson. Fíjese en cómo las figuras de las personas surgen de pronto, se dejan ver confusamente y vuelven a fundirse en el banco de las nubes. En un día como éste, el ladrón y el asesino podrían andorrear por Londres tal como lo hace el tigre en la selva virgen, invisible hasta el momento en que salta sobre su presa, y, en ese momento, visible únicamente para la víctima.

- Se ha llevado a cabo infinidad de pequeños robos - le dije.

Holmes bufó su desprecio y dijo:

- Este grandioso y sombrío escenario está montado para algo más digno. Es una suerte para esta comunidad que yo no sea un criminal.

- ¡Ya lo creo que lo es! - exclamé de todo corazón.

- Supongamos que yo fuese Brooks o Woodhouse, o cualquiera de los cincuenta individuos que tiene motivos suficientes para despacharme al otro mundo. ¿Cuánto tiempo sobreviviría yo a mi propia persecución? Una llamada, una cita falsa, y asunto acabado. Es una suerte que no haya días de niebla en los países latinos, los países de los asesinatos. ¡Por vida mía que aquí llega por fin algo que va a romper nuestra mortal monotonía!

Era la doncella y traía un telegrama.
Holmes lo abrió y rompió a reír diciendo:

- ¡Vaya, vaya! ¿Qué más? Mi hermano Mycroft está a punto de venir.

- ¿Y eso lo extraña? - le pregunté.

- ¿Que si me extraña? Es como si tropezase usted con un tranvía caminando por un sendero campestre. Mycroft tiene sus raíces, y de ellos no se sale. Sus habitaciones en Pall Mall, el club Diógenes, White may; ese es su círculo. Una vez, una sola, ha venido a esta casa. ¿Qué terremoto ha podido hacerle descarrilar?

- ¿No lo explica?

Holmes me entregó el telegrama de su hermano, que decía:
« Necesito verte a propósito de Cadogan West. Voy en seguida. - Mycroft.»

- ¿Cadogan West? Yo he oído ese nombre.

- A mi recuerdo no le dice nada. ¡Quién iba a imaginarse que Mycroft se nos fuese a presentar de esta manera tan excéntrica! Eso es como si un planeta se saliese de su órbita. A propósito, ¿sabe usted cual es la profesión de mi hermano?

El Último Saludo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora