1- La aventura del pabellón Wisteria: II

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Segundo Capítulo

El Tigre de San Pedro


  Una caminata fría y melancólica, de un par de millas nos llevo hasta una elevada puerta exterior de madera, por la que se desemboca en una lóbrega avenida de castaños. La avenida, sombría y formando curva, nos condujo hasta una casa baja y oscura, que se proyectaba como una mancha de pez sobre el fondo del firmamento pizarroso. El brillo de una luz débil se filtraba por la ventana de la fachada, a la izquierda de la puerta.
Baynes dijo:

- Hay un guardián al cuidado de la casa. Llamaré a la ventana.

Cruzó la pradera y dio unos golpecitos en el cristal.
A través del empañado cristal vi confusamente cómo un hombre que estaba sentado junto al fuego se ponía de pie en un salto, y oí el grito agudo que lanzaba dentro de la habitación. Un instante después nos abría la puerta el guardia de Policía, demudado y jadeante. La luz de la vela se balanceaba en su trémula mano; Baynes le preguntó con serenidad.

-¿Qué le ocurre, Walters?

El hombre se enjugo con el pañuelo el sudor de la frente y dejo escapar un largo suspiro de alivio.

- Me alegro de que haya venido usted, señor. Ha sido una vigila muy prolongada, y creo que mis nervios no son ya lo que eran.

- ¿Sus nervios, Walters? Jamás habría pensado que tuviese usted un solo nervio en su cuerpo.

- Ha sido, señor, culpa de esta casa solitaria y silenciosa, y de esas cosas raras que hemos encontrado en la cocina. Y cuando usted golpeó en la ventana, pensé que volvía de nuevo.

- ¿Qué es lo que volvía de nuevo?

- Lo que fuese, que igual podía ser el demonio. Estaba en la ventana.

-¿Qué es lo que estaba en la ventana, y cuándo ha sido eso?

- Hará cosa de dos horas. Cuando empezaba a oscurecer. Yo estaba sentado en la silla, leyendo. No sé qué impulso me dio de levantar la vista, pero el caso es que había una cara mirándome por el cristal mas abajo. ¡Válgame Dios, y que cara! La veré en mis sueños.

- ¡Vaya, vaya, Walters! No es ése el mejor lenguaje para un agente de Policía.

- Lo sé, señor, lo sé; pero me estremeció, ¡a qué negarlo! No era negra ni blanca ni de ninguno de los colores que yo conozco, sino de una tonalidad rara de arcilla, con salpicaduras de leche. Y luego su tamaño; era el doble que la de usted, señor; y su aspecto, señor: aquellos enormes ojazos saltones, y los dientes blancos como los de una fiera. Le aseguro, señor, que no me fue posible mover un dedo, ni recobrar el aliento, hasta que se apartó y desapareció. Salí de la casa, me lance por el arbustal; pero, gracias a Dios, no había nadie allí.

- Si yo no supiera, Walters, que es usted un hombre valiente, podría una tacha negra junto a su nombre, por esto que dice. Ni aunque se trate del diablo en persona, debe un agente de Policía que está de servicio dar nunca gracias a Dios por no haber podido echarle el guante a la persona a quien persigue. ¿No será todo ello una alucinación y un efecto de los nervios?

- Eso, al menos, es cosa fácil de comprobar- dijo Holmes, encendiendo su pequeña linterna de bolsillo.

Después de un rápido examen del campo de césped, nos informó:

- En efecto, hay huellas de un pie que yo creo que debe ser del numero cuarenta y cuatro. Si el resto del cuerpo era proporcionado a su pie, con seguridad que se trata de un gigante.

- ¿Qué fue de él?

- Creo que se abrió paso por el arbustal y gano la carretera.

- Bien - dijo el inspector con expresión grave y pensativa -, sea quien fuere, y quisiese lo que quisiere, se marchó ya, y tenemos otras cosas a las que atender de inmediato. Y ahora, mister Holmes, le mostraré la casa.

El Último Saludo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora