5- La aventura del detective agonizante

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La señora Hudson, la patrona de Sherlock Holmes, tenía una larga experiencia de sufrimiento. No sólo encontraba invadido su primer piso a todas horas por bandadas de personajes extraños y a menudo indeseables, sino que su notable huésped mostraba una excentricidad y una irregularidad de vida que sin duda debía poner duramente a prueba su paciencia. Su increíble desorden, su afición a la música a hora extrañas, su ocasional entrenamiento con el revólver en la habitación, sus descabellados y a menudo malolientes experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le envolvía, hacían de él el peor inquilino de Londres. En cambio, su pago era principesco. No me cabe duda de que podría haber comprado la casa por el precio que Holmes pagó por sus habitaciones en los años que estuve con él. La patrona sentía el más profundo respeto hacia él y nunca se atrevía a llamarle al orden por molestas que le parecieran sus costumbres. Además, le tenía cariño, pues era un hombre de notable amabilidad y cortesía en su trato con las mujeres. El las detestaba y desconfiaba de ellas, pero era siempre un adversario caballeroso. Sabiendo qué auténtica era su consideración hacia Holmes, escuché atentamente el relato que ella me hizo cuando vino a mi casa el segundo año de mi vida de casado y me habló de la triste situación a la que estaba reducido mi pobre amigo.

- Se muere, doctor Watson -dijo-. Lleva tres días hundiéndose, y dudo que dure el día de hoy. No me deja llamar a un médico. Esta mañana, cuando ví cómo se le salen los huesos de la cara, y cómo me miraba con sus grandes ojos brillantes, no pude resistir más. «Con su permiso o sin él, señor Holmes, voy ahora mismo a buscar a un médico», dije. «Entonces, que sea Watson», dijo. Yo no perdería ni una hora en ir a verle, señor, o a lo mejor ya no lo ve vivo.

Me quedé horrorizado, pues no había sabido nada de su enfermedad. Ni que decir tiene que me precipité a buscar mi abrigo y mi sombrero. Mientras íbamos en el coche, pregunté detalles.

- Tengo poco que contarle. El había estado trabajando en un caso en Rotherhithe, en un callejón junto al río, y se ha traído la enfermedad con él. Se acostó el miércoles por la tarde y desde entonces no se ha movido. Durante esos tres días no ha comido ni bebido nada.

- ¡Válgame Dios! ¿Por qué no llamó a su médico?

- El no quería de ningún modo, doctor Watson. Ya sabe que dominante es. No me atreví a desobedecerle. Pero no va a durar mucho en este mundo, como verá usted mismo en el momento en que le ponga los ojos encima.

Cierto que era un espectáculo lamentable. En la media luz de un día neblinoso de noviembre, el cuarto del enfermo era un lugar tenebroso, y esa cara macilenta y consumida que me miraba fijamente desde la cama hizo pasar un escalofrío por mi corazón. Sus ojos tenían el brillo de la fiebre, sus mejillas estaban encendidas de un modo inquietante, y tenía los labios cubiertos de costras oscuras; las flacas manos sobre la colcha se agitaban convulsivamente, y su voz croaba de modo espasmódico.
Siguió tendido inerte cuando entré en el cuarto, pero al verme hubo un fulgor de reconocimiento en sus ojos.

- Bueno, Watson, parece que hemos caído en malos días -dijo con voz débil, pero con algo de su vieja indolencia en sus modales.

- ¡Mi querido amigo! -exclamé, acercándome a él.

- ¡Atrás! ¡Échese atrás! -dijo, del modo tajante e imperioso que yo había visto en él sólo en momentos de crisis-. Si se acerca a mí, Watson, mandaré echarle de casa.

- Pero ¿por qué?

- Porque ése es mi deseo. ¿No basta?

Si, la señora Hudson tenía razón. Estaba más dominante que nunca. Sin embargo, era lamentable ver su agotamiento.

- ¡Exactamente! Ayudará mejor haciendo lo que se le dice.

- Es verdad, Holmes.

Él suavisó la dureza de sus maneras.

El Último Saludo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora