Siempre a la misma hora

IV

                 

Alza los ojos. Allí están el espacio sin fin, las grandes estrellas de fuego y hielo, anchos ríos de plata que fluyen por el cielo... Y aquí estás tú, de mi mano, contemplando, ponderando, viva. Más maravillosa que toda esa gran inmensidad.  Querida mía, cariño. Mi nieta.

Pam Brown

Teresa mira a su nieta en silencio. Hay algo en ella diferente, una extraña luz que hace brillar su mirada de manera intensa. Una luz familiar, cálida y entrañable. «Ha crecido tan deprisa», piensa la anciana con nostalgia, acercándose despacio y sentándose a su lado. Lucía levanta la cara sonriendo y Teresa le aparta un mechón de cabello rizado que le cuelga cerca del pómulo. Con esa delicadeza que tienen sus manos de abuela. Manos arrugadas y cansadas por los años, manos cargadas de un amor que jamás se acabará.

—El amor, mi niña, es algo  para lo que nadie nos prepara —le dice buscando sus ojos—, pero te aseguro que nacemos para ello. Es la mayor y más maravillosa aventura de la vida.

—Da miedo, abuela, el amor da miedo. No quiero que me hagan daño, no quiero acabar como mis padres...

—Lo sé, cariño, entiendo ese miedo. Pero debes enfrentarte a él con valentía, luchar por aquello que deseas con decisión. Porque si dejas que el miedo se apodere de tu alma, entonces, querida niña, jamás vivirás lo que debes vivir. Y eso sería una tragedia.

Los brazos de su nieta la rodean, estrechándola con fuerza, haciéndola reír de emoción.

Su amor es tan especial... Logra que los años dejen de pesar sobre su espalda, que el vacío por la pérdida de su marido desaparezca.

Pasan el resto de la tarde como dos grandes amigas, haciéndose confidencias, charlando sobre los ojos y la sonrisa de aquel joven conductor de autobús llamado Nacho. Imaginando qué sucederá la próxima vez que se vean.

—Sé valiente, Lucía —le dice antes de marcharse—, no tengas miedo a vivir. ¡Vive, hija mía, vive!