VI

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Solo sé que algunas veces tendrás que romperte para saber qué tienes dentro.

Benjamín Griss




Sentada en el sofá de su casa, Lucía mira con los ojos cargados de lágrimas, una foto de su abuela que sostiene entre las manos. Teresa, abrazada a su marido, sonríe cerca del mar. Recuerda aquella tarde en la playa con nostalgia. Por aquel entonces, ella era la pequeña Lucía,  y escuchaba los cuentos de su abuelo con ojos de búho. La pequeña Lucía, la niña que se refugiaba entre los brazos de su abuela, respirando ese aroma a flores que desprendía su ropa. Nunca más volverá a vivir aquello. Su abuela ya no está. Su repentina muerte, hace un mes, ha sumido a Lucía en una profunda pena.

—No puedes seguir así —le dicen sus padres cada día.

Pero qué saben ellos de su dolor. Lucía no comprende cómo pueden seguir adelante con tanta facilidad. Ella no encuentra las fuerzas necesarias. No las encuentra. Su abuela lo era todo.

Entra en su habitación, coge las llaves de casa y se marcha a la calle una tarde más. Sin rumbo, caminando de un lado a otro sin prestar atención a la gente que la rodea, olvidando por completo la incontenible marcha de las horas. Y así, el día muere, mientras sus pasos perdidos la llevan hasta la puerta de una pequeña parroquia. Se detiene justo enfrente, mirándola con curiosidad. Alza una mano, abre la puerta de madera y entra. 

Un ligero aroma a incienso se introduce en su nariz, despertando recuerdos dormidos en su corazón.

—Ya he estado aquí —susurra dando unos pasos, deslizando la mirada a su alrededor.

Camina entre los bancos de madera, atrayendo la curiosidad de varias mujeres, que giran la cabeza al unísono. Una de ellas le sonríe con ternura, con unos pequeños ojos azules que la observan, curiosos. Alza una mano y la llama.
Lucía, extrañada, se acerca.

—Siéntate a mi lado —le pide la señora con ternura—, así nos haremos compañía, cariño.

Lucía obedece en silencio, paseando la mirada por el altar, iluminado con una débil luz dorada que proviene del techo. En el centro hay una mesa de mármol y, justo detrás, una cruz de madera. Sabe quién es el hombre clavado en ella por su abuela. Ella le habló de Jesucristo. Un hombre bondadoso y justo, que entregó su vida para salvar la de todos.

—¿Qué pena entristece tus bonitos ojos? —le pregunta la señora.

—Mi abuela..., mi abuela ha muerto hace poco.

—Entiendo, cariño —responde con dulzura—. Yo perdí a mi Juan hace muchos años y aún me duele, lo siento de corazón.

—Gracias, señora.

—Isabel, me llamo Isabel, no me hagas más vieja de lo que ya soy, criatura —musita, estrechándole la mano—. Mira, por ahí viene uno de mis hijos...

La mirada de Lucía tropieza con la de un joven de cabello claro y grandes ojos marrones, cuyo rostro le resulta tremendamente familiar. Se lleva una gran sorpresa cuando repara en que es el sacerdote de la parroquia. Un alzacuello blanco resalta entre el negro de su ropa. Aquello la desconcierta. Es la imagen de un señor mayor, con dificultad para andar y mirada rasgada por el paso de los años, lo que se dibuja en su cabeza al pensar en un cura. Pero aquel muchacho, guapo y alto, muy joven, podría ser el novio de cualquier chica.

—Esta tarde estás bien acompañada, mamá...

—Sí hijo, sí, a todo esto —se gira mirando a Lucía—, no sé tu nombre, cariño mío...

Lucía sonríe.

—Me llamo Lucía, señora... Isabel —corrige.

—Hola, Lucía, soy el padre Vicente —dice el joven sacerdote saludándola—, encantado de conocerte.

—Bueno, yo me marcho, que tengo muchas cosas que hacer todavía —corta Isabel, levantándose—. Espero que nos veamos más a menudo, Lucía.

—Muy bien, Isabel.

—¿Sueles venir a esta parroquia, Lucía? —pregunta el padre Vicente, ocupando el lugar donde estaba su madre.

—No, no vivo cerca de aquí. La verdad es que hace muchos años que no voy a ninguna parroquia —confiesa con una media sonrisa.

—Bueno, eso no importa. Ahora estás aquí.

La mirada de Vicente es cálida y cercana, logra sin esfuerzo,  que Lucía se sienta muy cómoda en su presencia. Algo en él la invita a confiar y, aquella sensación, hace que sus temores pierdan fuerza.

—Mi abuela Teresa me traía a esta parroquia cuando era pequeña, era nuestro día especial —recuerda Lucía con nostalgia—. Esta tarde iba caminando por la calle... Y de pronto me encontré en la puerta.

—Lucía, no creo en las casualidades —suelta Vicente, sonriéndole—, nada pasa porque sí. El que estés aquí, en esta parroquia, esta tarde, no es casual, créeme. 

El corazón de Lucía se abre de par en par con aquel joven sacerdote. Le habla de la muerte de su abuela, del dolor que siente al pensar que jamás volverá a verla. De lo terriblemente sola que se siente, ya que sus padres son dos fantasmas a los que apenas ve. Le confiesa, con los ojos cargados de lágrimas, que no es capaz de sentir amor hacia ella misma, que no se cree merecedora del amor de nadie. Vicente escucha con atención. Entre las manos lleva un rosario de cuentas de madera que roza con la yema de los dedos.

—No veo cómo puedo seguir adelante... —acaba diciendo Lucía.
Buscando la mirada de Vicente, que la observa sereno, apacible.

—Nadie nos prepara para la pérdida de un ser querido, es sin duda alguna, un tremendo golpe —dice el sacerdote  asintiendo con la cabeza—. Cuando mi padre murió, hace años, mi hermano y yo tuvimos que hacer frente a grandes cambios y al dolor que su pérdida suponía. Dios fue nuestra ayuda. Gracias a Él, pudimos. Más tarde enfermó mi madre y vinieron muchos más cambios, una vez más fue Jesucristo nuestro soporte... —se detiene sonriéndole.

Lucía lo observa atenta. Ya no ve al sacerdote, solo al hombre. Con una vida normal como la suya, con problemas y dolor como cualquier persona pero con la diferencia, de que él se enfrenta a todo desde la esperanza y ella, en cambio, lo hace desde el más terrorífico miedo.

—Solo somos hombres, Lucía, nosotros solos no podemos pero con Él, sí —reconoce, llevando la mirada al frente, hacia la cruz de madera que hay en la pared—. Ese hombre que hay ahí, cogerá tu miedo y lo transformará en valor, agarrará tu dolor y lo cambiará por paz. Si le dejas entrar en tu vida, Él te dará aquello que necesitas para ser feliz, te lo aseguro.

De regreso a casa, Lucía mira el panfleto que el sacerdote le ha dado. Es sobre unas charlas que comienzan aquella misma noche.

—No estás aquí por casualidad —le había repetido Vicente al despedirse.

Las palabras de aquel joven cura son un soplo de aire fresco, un balón de oxígeno. Ha estado tan cómoda charlando con él, que hasta le ha hablado del conductor de autobús al que no logra olvidar.

«Nacho, Nacho...», piensa sonriendo.

Nada es por casualidad.

No sabe qué sucederá a partir de la conversación con el padre Vicente, pero ya no le importa. Solo quiere dejar de tener miedo.

Vuelve a mirar el panfleto y acelera el paso.

Siempre a la misma horaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora