VIII

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Libertad es mirarte a los ojos después de despertar a tu lado.

Macondo




El cielo nocturno de la ciudad es arañado por la luz naranja de las farolas. No se ve una sola estrella. Son casi las diez y los coches llenan los carriles de la Avenida del Puerto, ensordeciendo el ambiente con el ruido estridente de sus motores.  A escasos metros de Lucía, una madre tira de su hijo con energía. El pequeño, cansado sin duda del largo día,  arrastra los pies por el suelo quejándose. Lucía sonríe.

Los edificios que la rodean, grandes y antiguos, están llenos de ventanas encendidas, de siluetas que se mueven de una a otra aportando vida a la ciudad. En la puerta de uno de esos edificios, una pareja de enamorados, se despide entre sonrisas cómplices y un largo beso que logra entristecerla.

Una imagen del joven conductor de autobús, al que no logra olvidar, se cuela en su cabeza. Acelerando los latidos de su corazón, dibujando una sonrisa agridulce en sus labios, haciendo arder sus ojos. Hace más de un mes que no ha vuelto a coger el autobús que los unió. Desde la muerte de su abuela.

«Ya no me recordará», piensa.

—Debo olvidarlo —se dice a sí misma—, debo hacerlo.

—¡Lucía, qué alegría encontrarte! —oye enfrente de ella.

—¡Hola, Vicente!  —contesta, deteniéndose—. Vengo de las catequesis.

—Me alegro mucho, de verdad —dice el joven sacerdote, sonriéndole—. ¿Tienes prisa?

—No, la verdad es que no.

—¡Estupendo! Necesito que me acompañes un momento a la parroquia.

—Sí, claro.

—Hay alguien esperando allí por ti.

—¿Por mí? —pregunta Lucía bastante sorprendida—. Está bien, vamos.

San Lázaro es una pequeña parroquia situada entre grandes avenidas. Rodeada por el tumulto y el ajetreo de una ciudad bañada por el bonito mediterráneo. Su gran puerta de madera, adornada por un arco ojival, siempre permanece abierta. San Lázaro es lugar de encuentro y cercanía. Entre sus paredes de roca, se han forjado grandes historias. 

—Entra, Lucía, que ahora voy yo —dice Vicente, sacando el móvil de su bolsillo—. Tengo que hacer una llamada antes y no quiero usarlo dentro de la iglesia, manías de sacerdote... —añade riendo.

Confusa, Lucía le devuelve la sonrisa y abre la puerta de madera sin sospechar nada en absoluto. Sin ser consciente de que se dirige de manera inminente hacia su destino.

El suave aroma a incienso la envuelve, haciéndola coger aire con fuerza. En los bancos cerca del altar, distingue con claridad la figura de alguien que se levanta al oír sus pasos. Es un muchacho alto, de complexión atlética y cabello negro, que la mira inmóvil. Cuando sus ojos se encuentran,  Lucía se detiene sin poder creer lo que está sucediendo. Su corazón comienza a golpear su pecho con tanta fuerza que está segura de que él puede oírlo. Pero no le importa, no cuando comprende quién es.

—Nacho... —susurra sonriendo, perdiéndose una vez más en aquella mirada profunda y sincera—, eres tú...

Permanecen inmóviles, uno enfrente del otro. Tan cerca, que solo alargando los dedos pueden tocarse.

—Creí que no volvería a verte —confiesa Nacho, buscando la mano de Lucía, sujetándola con deseo. Con la fuerza de unos sentimientos compartidos, anhelados a partes iguales por ambos.

—Vicente es...

—Vicente, es mi hermano mayor —continúa Nacho, llevando la mirada hacia la puerta de la calle.

—Él ha hecho posible esto —termina diciendo Lucía—, y no sabes cuánto me alegro.

—Y yo, Lucía.

Siempre a la misma horaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora