Nueva York...
La playa Rockaway Beach era testigo del atardecer y de la silueta de una joven con el pelo al viento recorriendo la orilla. La brisa marina le bañaba la piel y el susurro de las olas rompiendo, se mezclaba con sus pensamientos.
Había discutido por enésima vez con su padre por teléfono. Ya tenía la mayoría de edad chilena, pero aun así, Tomás seguía controlando su vida muy de cerca.
Se enfureció tanto al comprobar que no había respetado el acuerdo completamente, que lo insultó. Le dijo cosas que dolían y dañaban a ambos.
«¡No eres mi padre!». Le había gritado en un arrebato. Impulso que ahora la tenía con los ojos anegados y el corazón abrumado.
Hacía dos horas había tomado las llaves del auto que había arrendado Adam y lo condujo hasta aquel lugar. Quería estar sola, quería desahogarse y caminar sin la presencia del «intachable Adam».
Llevaba bastante tiempo pidiéndole a su padre que la apoyara en la decisión de viajar al otro hemisferio para poder hacer lo que le apasionaba: estudiar Diseño y Vestuario en La Parsons; escuela reconocida en el área. Y en su cumpleaños número dieciocho, milagrosamente lo consiguió. Estaba feliz, eufórica, y lo besó y abrazó sin cesar una vez que le dijo que sí.
Tenía algunos meses por delante para organizarlo todo. ¡Cuando Amparo y Gabriela se enteraran se pondrían igual de felices!
Las extrañaría, pero se contactarían a diario. Era una promesa.
Su felicidad se vio interrumpida desde que se sentó en el avión. Encontrarse con el hermano de una de sus mejores amigas, podía ser un viaje entretenido. Pero si ambos eran como el agua y el aceite, era un poco difícil de sobrellevar. Más de diez horas con un hombre al cual no le simpatizaba en lo absoluto, era incómodo y un poco desagradable también.
Hizo como si no lo conocía, se puso sus gafas y durmió todo el trayecto.
Cuando llegó al hotel, se encargó de ordenar su equipaje y revisar una vez más los bocetos que había realizado para presentar el día de la admisión. No cenó, no salió de su habitación y al día siguiente paseó por las calles cercanas.
Por momentos se sentía observada, pero no descubrió hasta algunos días después, que su habitación colindaba con la de Adam Petersen.
«¡Otra coincidencia!». Había sido una mala casualidad. Muy mala, según Jane. Pero con el paso de los días, la relación fue un poco más amena.
Caminaban juntos por las mañanas y desayunaban en alguna banca del Madison Park.
Se ausentaban todo el día. Ella con sus primeras clases de introducción al diseño de vestuario y él con sus reuniones de negocios para que el Banco invirtiera en el proyecto Naviero que tenía a cargo. Sin embargo, por las noches, siempre coincidían en el restaurant del hotel.
―Ahorremos en mesas, aburrido. Ven, siéntate que no muerdo. ―Le había soltado una de esas veces, haciéndolo reír.
Entonces, un día cualquiera, Jane preguntó el motivo de su visita a la gran ciudad.
Adam fue escueto en la respuesta, pero ella era perceptiva. Sabía identificar el nerviosismo que antecedía a una omisión o una mentira.
Las mentiras. ¡Cómo las odiaba! Y también que le ocultaran cosas relacionadas con ella.
Adam le pidió caballerosamente, como era costumbre, permiso para levantarse al baño.
―Ve tranquilo, queda suficiente comida, no creo que me mueva hasta acabar. ―Y volvió a sonreír y a Adam se le removió aquello que se llamaba corazón, dándole calidez a su alma.
Jane disfrutaba de la comida como nadie. Llamó al camarero para pedir una gaseosa, pero torpemente dejó caer el maletín que descansaba en una silla.
En segundos, el suelo se llenó de documentos. Todos ellos con el logotipo del Banktrans impreso en el encabezado.
Su inquieto corazón retumbó en su pecho. No tenía dudas. Su padre había trazado un plan para «cuidarla», traicionando así, su confianza.
Y Adam... había flexibilizado su carácter implacable para acercarse a ella. No había sido cortesía, sino parte de algún trato que sin dudas su padre había efectuado.
Tomó su cartera, dejó lo suficiente para costear la cena y en el suelo, descubrió las llaves del auto que trasladaba a Adam y desde hacía algunas semanas, a ella también. Las tomó y sin importar que no tuviera licencia ni permiso para conducir en Nueva York, se subió en él y condujo sin rumbo durante media hora.
En esos treinta minutos, el altavoz de su teléfono fue testigo de una de las conversaciones más duras entre padre e hija.
―¡Me traicionaste, papá! Me traicionaste enviándome un guardaespaldas que jugó a ser mi amigo y terminó siendo un espía para ti. ¿No confías en mí, papá?
―Jane... ―Tomás sabía que en algún momento se enteraría... pero le había advertido a Adam que mantuviera la boca cerrada. ¡Cuando Amanda y Mila se enteraran, le caería el cielo encima! Pero conocía a su hija. No era orgullosa y terminaría entendiendo sus motivos―. Hija, coincidió con tu estadía allá. No es lo que parece.
―¿Me estás viendo la cara, papá? El mismo avión, un asiento al lado del otro, una habitación al lado de la otra y de paso que se hiciera amigo mío. ¡Perfecto! Te salió perfecta tu coincidencia. ―Estaba furiosa y el tono calmado de Tomás, la alteraba aún más.
―Si fuiste allí, si tu permiso se otorgó, fue gracias a que Adam iba. Es responsable, sabría cuidar de ti estando yo tan lejos.
Jane rodeo los ojos.
―No confías en mí... También soy responsable ―aseguró.
―Te quiero demasiado como para dejar que te vayas así como así. Eres mi vida, mi niña, mi hija...
―¡No me llames hija! ¡No eres mi padre!
En cuanto Jane lo dijo, se arrepintió.
En cuanto Tomás lo escuchó, sintió que por un segundo, su corazón se detenía.
Los precedió un silencio extendido, lágrimas silenciosas de cada uno y la voz quebrada de Tomás.
―Cuando te sientas mejor, más tranquila... hablamos.
―Papá... ―La muchacha intentó retenerlo, pero ya era tarde. Tomás ya había colgado la llamada.
