Capítulo 9

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Aleksi

—La pistola tiene varias funciones—explicó mi padre con autoridad—. Un solo disparo puede acabar con tu vida.

Apuntó mi cabeza con el arma y me quedé quieto, rogando en silencio que mis latidos frenéticos no fueran tan evidentes. Ese fue mi error. Mi respiración agitada me delató. Estaba aterrorizado. Y cuando me di cuenta era demasiado tarde. Una quemazón ardió en mi brazo derecho y solté un grito de dolor. Intenté reprimir el llanto, pero no pude contenerme. ¿Cómo podría? Tenía diez años y era la primera vez que me habían disparado. Mi propio padre lo hizo.

—Eres tan jodidamente débil—escupió con desdén. Agarró el cuello de mi camisa y me empujó al suelo—. Nunca estarás a la altura de un Pakhan si lloras como una patética niñita. ¿Debería ponerte un vestido rosa?

Mi estómago se retorció en un nudo apretado y presioné la herida en mi brazo. La camisa blanca estaba manchada de sangre. Busqué en sus ojos oscuros algún signo de culpa, pero todo lo que vi a cambio fue repulsión. Nunca pude llenar sus expectativas. Nada de lo que hacía era suficiente para él por mucho que lo intentara. Yo, su único hijo, era su más grande decepción.

—Lo siento, padre—Me disculpé y agaché la cabeza.

Gritarle cuanto lo odiaba era lo mismo que echarle gasolina al fuego. Había aprendido a soportar su violencia y mantener los pensamientos para mí mismo. Todo terminaba más rápido si contenía las lágrimas. Llorar era para los débiles. Así que permitía que me golpeara hasta que se aburriera. Su puño impactó en mis costillas y mi mandíbula. El dolor me dejó sordo y mi cabeza palpitaba mientras me agarraba de la nuca y acercaba su rostro al mío.

—Eres un soldado ahora —masculló con ira—. Tú único deber será cuidar nuestro negocio y sangrar cada vez que sea necesario. ¿Entiendes?

La sangre llenó mi boca y empapó mi camisa blanca. No pude encontrar mi voz para responder. Sin previo aviso, levantó mi inútil cuerpo por los aires y me lanzó al otro lado de la habitación como un simple muñeco de trapo. Aterricé con un duro golpe en la cabeza y la visión borrosa. Ya no quería vivir. Ya no tenía fuerzas. Lo único que salió de mí fue un débil sollozo roto.

—Veo que necesitas más entrenamiento, Aleksi—Mi padre se arremangó la camisa hasta los codos y limpió el sudor de su frente—. No voy a parar hasta convertirte en un verdadero hombre de la bratva. Me darás las jodidas gracias algún día.

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Aprendí mucho desde ese momento. Aprendí que la mejor manera de arreglar mis conflictos en la escuela era con mis puños. Siempre fui un niño muy violento y nunca tuve amigos. Mis compañeros estaban aterrorizados de mí. Un día decidí volver a casa por mi cuenta y un bravucón quiso golpearme. Lo empujé al suelo con tanta fuerza que estrellé su cabeza contra una piedra y murió en el acto.

Ese fue mi primer asesinato.

Tenía doce años.

Mi padre nunca se había visto más orgulloso cuando le conté sobre el incidente. Y en ese momento también aprendí que no era diferente a él. Yo era un monstruo. Cada vez que mi progenitor me golpeaba para aprender, avivaba la llama en mi interior. Me convirtió en alguien frío y cruel. Amargado, inestable, lleno de odio.

A nadie le importaba: ni a mis maestros, la policía y mucho menos a mi familia. Los médicos no informaban a los servicios sociales cuando aparecía herido y al borde de la muerte en los hospitales. Nadie se preocupaba por el niño hecho pedazos.

Yo, Aleksi Kozlov, siempre estuve solo.



Cautivos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora