Capítulo Doce

3.1K 187 64
                                    

  Después de algún tiempo y de tomar varios caminos equivocados, salí a los pasillos de la Ópera. Ya no quedaba nadie en la fiesta, y el lugar estaba vacío. Anduve sin rumbo durante algún tiempo, sin importarme el cruzarme con cualquiera. Ya inventaría algo. Por primera vez en la vida, sentí pena por Raoul, que seguramente se encontraba en la misma situación que yo. Quizás debería invitarle a tomar un trago para sumirnos juntos en la autocompasión. O tal vez no me convenía introducirlo en aquel vicio...

Me detuve abruptamente al escuchar voces en el interior de una de las habitaciones; la oficina de los directores, al parecer. Aun sabiendo que estaba mal, me apoyé contra la puerta, prestando atención a su conversación.

—Me temo, señores, que les han tomado el pelo—era la voz de Raoul. Sonaba enfadado.

—¿Por quién nos tomas, Vizconde? —se defendió Morcharmin—. No nos hemos dejado engañar por nadie. Si usted pretende que creamos que el hombre con el que hablamos era el mismo Fantasma, debe usted de haber perdido la cabeza, o bien estar muy afectado por el alcohol.

Ay, no. Esto no pintaba bien. Sentí que alguien golpeaba el puño contra la mesa.

—Le aseguro que mi juicio está en perfectas condiciones—dijo Raoul—. Pero no deben avergonzarse, caballeros, de que les haya jugado un engaño. Ese hombre tiene muchos trucos en la manga. ¿Acaso no le pareció extraño?

—En realidad, sí—admitió Richard—. Y creo más en su palabra que en la de un hombre al que acabo de conocer.

—¡Nos ha dejado en ridículo!—exclamó el otro director—¿Qué se supone que haremos ahora?

—Tengo un plan—resolvió Raoul, y yo contuve el aliento. Definitivamente iba a ponerse feo—. Mademoiselle Daeé (que como saben es mi prometida) se ha ofrecido a seguirlo hasta su guarida. Le he dado un frasco con un poderoso sedante, que usará en cuanto tenga la oportunidad. Luego volverá y nos conducirá hasta él, y podrán tener a nuestro inteligente amigo tras las rejas. O bien, con otro tipo de condena.

Ahogué un grito, comprendiendo las verdaderas intenciones de Christine. Tenía que volver. Tenía que volver a advertirle y—

La puerta se abrió, haciendo que casi cayera del otro lado. Raoul me miró, sorprendido, y sin pensarlo dos veces, estampé una cachetada contra su cara.

—¡¿Qué se supone que estás haciendo?!—grité, haciendo que los directores corrieran hasta donde nos encontrábamos, y me mirasen, atónitos.

—¡Guardias! Es ella—ordenó Raoul, y dos hombres que yo no había tenido en cuenta salieron de la oficina, tomándome fuertemente de los brazos.

—¡No puedes hacer esto!—exclamé, al borde de las lágrimas. No, no iba a llorar frente a él.

—Y yo no puedo creer que lo defienda, ¡es un criminal, por el amor de Dios! ¿No vio lo que hizo en el dormitorio de las bailarinas?

—No fue él—me defendí—. Estaba conmigo en ese momento.

—Suficiente—sentenció el director Morcharmin—. Mademoiselle, lamento verla en esta situación, pero usted nos ha obligado a tomar estas medidas.

—¡Suéltenme!—grité, intentando zafarme del agarre de los policías. Tenía que volver antes de que fuera demasiado tarde.

¿Y si no llegaba a tiempo? ¿Y si...?

—¿Qué está sucediendo aquí?—interrumpió otro hombre, saliendo a nuestro encuentro. Nadir. Agradecí a Dios y a todos los santos que estuviera aquí.

Bajo la ÓperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora