Todo comenzó con aquellas noticias que mis hermanos y yo escuchábamos por la radio cuando papá nos llevaba a la escuela por las mañanas.
Hablaban sobre personas en hospitales de todo el mundo que de pronto se volvían locas y atacaban a sus enfermeros y cuidadores. Una nueva droga, dijeron, no hay por qué preocuparse, todo está bajo control. Los ataques se volvieron tan inusuales que les creímos, aunque mi hermana y yo solíamos hacer bromas sobre eso.
—Así va a empezar el apocalipsis zombie —decía ella a veces. Papá y yo nos reíamos y después olvidábamos el tema.
Luego llegaron las vacunas. No fue nada raro, cada cierto tiempo iban de los hospitales a todas las escuelas para administrarnos los medicamentos que nos correspondían a nuestra edad. Según nuestras cartillas, a mis hermanos y a mí no nos tocaba ninguna, pero al parecer habían sacado una nueva contra la gripe porcina, por lo que a los tres nos mandaron un papel pidiendo permiso para ponérnosla. Gracias a Dios a mi papá nunca le han gustado esas vacunas, y mi mamá respetaba eso, por lo que no firmaron los papeles.
—Nada es gratis en esta vida —me contestó él cuando era más pequeña y le había preguntado por ello.
Esa vez mi hermano le hizo la misma pregunta y decidió tomárselo con humor:
—Esas vacunas te las dan gratis para que en la noche te transformes en zombie y nos comas. ¡Son experimentos!
Mi hermana y yo soltamos unas risitas y seguimos haciendo la tarea. Siete días después nadie se transformó en zombie y todo siguió su curso.
• • •
Un día, en uno de esos mensajes que me llegaban a diario al celular con las noticias más importantes lo primero que se leía era: PACIENTE SE COME VIVO A DOCTOR EN CDMX. No entraba en detalles. Se lo enseñé a mi hermana, sólo para ver qué le parecía.
—¡Apocalipsis zombie! —bromeó.
Ninguna de las dos volvimos a pensar en eso.
• • •
Poco tiempo después me di cuenta de que muchos de mis compañeros estaban enfermando: llegó un punto en que, de dieciocho alumnos que éramos en total, sólo íbamos nueve. Mis hermanos también lo notaron. No mucho después se suspendieron las clases y declararon epidemia de gripe porcina.
Sí. Gripe porcina.
La que se supone que debía combatir la vacuna.
Compramos cubrebocas, toallitas húmedas, mucho gel antibacterial y nos encerramos en casa. Papá tenía permiso de faltar al trabajo.
Estuvimos aproximadamente dos semanas así. En las tardes hablaba con mis amigos que, como yo, se morían de aburrimiento. Mamá insistía en salir a hacer jardinería, pero papá no la dejaba, decía que era muy peligroso. Supe que las cosas estaban muy mal porque dejó que el perro viviera adentro de la casa durante esos días. Lo veía preocupado, y yo empezaba a estarlo también.
Allá por el 2009 nos había tocado una epidemia bastante parecida a ésa, cuando vivíamos en una de las ciudades grandes y, a diferencia de aquella vez, ahora no pasaban por la televisión y la radio esas cadenas de "LÁVATE LAS MANOS", "NO SALUDES DE BESO", "USA CUBREBOCAS". Eran más como "NO SALGAS DE CASA", "TEN CUIDADO AL SALIR", "NO ABRAS LA PUERTA A EXTRAÑOS". Mis papás se habían dado cuenta. Mi hermana y yo también. A mi hermano lo único que le preocupaba era que la conexión a internet era cada vez peor.
Exactamente el día número quince de nuestro confinamiento escuchamos un grito horrible a unas cuantas casas de la nuestra. Yo me asusté muchísimo porque en ese momento me encontraba en la sala de estar, que tenía un ventanal enorme que daba a la calle.
Oí a mamá ordenarle a mis hermanos que se quedaran en su habitación y después ella y papá bajaron casi corriendo. A mí también me mandaron a la mía. Apagaron la televisión y cerraron las cortinas. Papá se caló el cubrebocas y salió a investigar.
En vez de ir a mi habitación fui a la que compartían mis dos hermanos. Mamá se reunió con nosotros poco después. Yo seguía asustada. ¿Por qué mi papá había salido? ¿Y si lo que había provocado el grito seguía ahí? ¿Por qué mi papá había salido?
—¿Qué pasa? —preguntó mi hermano, abrazando fuertemente al perro, pero mamá lo calló.
Pasaron los minutos y mi pulso por fin parecía estar tranquilizándose, cuando de pronto se escuchó un balazo.
Tomé a mi hermana de la mano con el corazón otra vez acelerado. Poco después oímos el timbre de la puerta y me sobresalté.
—Quédense aquí —dijo mamá, y fue al pequeño vestíbulo.
Yo quería decirle que se quedara, pero no pude. La puerta se abrió y se cerró rápidamente. Otro balazo. La voz de mi papá. Ambos entraron en la habitación.
—Nos tenemos que ir —nos dijo papá—. Vayan a empacar.
Ninguno de los tres nos atrevimos a replicar.
• • •
En la mochila de la escuela metí dos cambios de ropa, mi cepillo de dientes, otro para el cabello y desodorante, me cambié las sandalias por un par de tenis y me puse todas las ligas del cabello que pude a modo de pulsera, por si acaso. También empaqué mi celular y su cargador.
Media hora después los cinco estábamos en nuestra camioneta blanca con los cinturones de seguridad puestos y un perro bastante inquieto.
El carro partió en dirección contraria a los balazos. No me dejaron abrir la ventana, pero antes de doblar una esquina alcancé a ver lo que parecía un par de personas tendidas en el suelo, rodeadas de sangre.
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Una manera de sobrevivir
AdventureUn apocalipsis zombie no parecía ser algo de lo que tuviera que preocuparme. No de verdad, al menos. Era algo de lo que mi familia y yo solíamos bromear, así que, cuando finalmente ocurrió, no lo creímos hasta que lo vimos. Entonces no hubo tiem...