Regla #10: Mantente en forma.

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Hasta cierto punto era frustrante lo poco que las circunstancias dependían de mí, lo que era algo tonto porque éstas no parecían depender de nadie más, a grandes rasgos. La epidemia, los balazos, los robos, el abandono de la casa en la que habíamos vivido los últimos tres años y medio... Estaba segura de que nadie lo habría planeado de esa manera, pero seguía siendo muy frustrante, porque ni siquiera podía recriminarme con un "hubiera hecho aquello" o un "si hubiera puesto atención u obedecido las cosas serían ahora diferentes", como hacía cuando me metía en problemas en casa o me iba mal en la escuela, siempre por irresponsabilidad.

¿Qué podría haber hecho yo o cualquier otra persona para evitar aquella catástrofe? Nada. No había una lección que aprender para evitar cometer el mismo error en un futuro. Probablemente porque no había un futuro.

Tal vez un biólogo en alguna parte del mundo debió tomar precauciones extras para alguno de sus experimentos, o tal vez debió preocuparse por desarrollar un sentido de la moralidad más grande, pero no importaba, porque nunca dependió de mí, de mi familia o de mis amigos, y ahora sólo quedaba concentrarse en el presente.

Mi deber, como hasta entonces lo había sido siempre, se reducía a cuidar de mis hermanos, como siempre debe hacer el mayor, y lo comprendía, y sabía que era muy importante, pero lo encontraba muy difícil, con Larissa siempre mirando perdidamente por su ventana destrozada y manchada de sangre, y Juanito en el asiento de atrás, fuera de mi rango de visión, ambos demasiado callados. No podía hacer gran cosa para hacerlos sentir mejor, porque yo misma no tenía idea de cómo me sentía.

•  •  •

Papá abrió la puerta de la cochera en cuanto comenzó a filtrarse un poco de luz solar, pero todavía estaba bastante oscuro. Sin embargo, no se necesitaba demasiada claridad para darse cuenta de que estábamos en problemas.

    La camioneta estaba inservible.

    El vidrio que ya estaba dañado y manchado no existía más. Tampoco el de la ventana del conductor, aunque supongo que habríamos podido viajar sin ellos, pero para eso se necesitaban las cuatro llantas, y ahora sólo teníamos las dos de adelante. El tanque de gasolina estaba abierto, todavía tirando algunas gotas.

    ¿Había sonado la alarma en algún momento de la noche? No recordaba haberla escuchado.

    Juanito volvió a agarrar a Loky para que no se lastimara las patas y se quedó un poco apartado. Larissa y yo intercambiamos miradas en busca de una reacción por parte de la otra; en ella encontré un completo desconsuelo.

    Mamá se acercó al hueco de la ventana de enfrente para asomarse al interior y yo hice lo mismo con la de atrás, pero manteniendo un poco más de distancia. El resto de las provisiones había desaparecido.

    Volví junto a Larissa y papá tomó mi lugar.

    —¿Y ahora qué? —oí a Juanito.

    —Ni modo que nos quedemos —le contestó regresando. Mamá lo siguió poco después, un tanto devastada—. No quiero meterme en ninguna casa de aquí por llaves, y los carros que las tengan puestas es porque alguien salió corriendo y a lo mejor estaban infectados.

    Juanito bajó a Loky y lo sujetó manteniendo la correa corta.

    —Entonces...

    —Vamos a tener que caminar un rato.

•  •  •

Había mucho que hacer antes de ponerse en marcha, como comer un poco y distribuir el resto de los víveres en las mochilas de todos. Para hacer espacio en la mía me cambié de ropa en el fondo de la cochera y metí la sucia en una bolsa de plástico que me colgué en la muñeca. A mí me tocó llevar la mitad de toda la comida enlatada y los pocos paquetes de galletas que quedaban. Larissa llevaba las cajas de sándwiches y el resto de las latas, y mamá las tres botellas de agua y unas cuantas de jugo. Juanito, por otro lado, hizo espacio en la suya para meter todas las cosas de papá en ella, y que así él pudiera encargarse de las enormes cobijas, que, irónicamente, eran lo más pesado. Decidimos dejar las bolsas de papitas y otros dulces dentro de la cochera, pues no eran esenciales y ya no teníamos espacio; quizá le sirvieran a alguien más.

    El recuento de toda la comida me hizo creer que nos alcanzaba para una semana y media más, tal vez dos si seguimos comiendo tan poco como hasta ese momento. Aunque eso no serviría si no encontramos más agua (o jugos, lo que sea que se pudiera beber).

    Me puse la cachucha y me preparé para salir.

•  •  •

La caminata en ningún momento fue divertida, pero sin lugar a dudas poco a poco se fue haciendo más abrumadora. En un principio intenté convencerme de que se trataba de una de esas experiencias que en su momento parecen terribles y que más tarde, cuando las recuerdas, te dan risa, pero no pude. Caminar junto a una carretera a la mitad del desierto cuando no has dormido bien y no hay ninguna sola nube en el cielo no es lo más placentero del mundo.

    Es peligroso. Y no sólo porque en cualquier momento pudiera salir un zombie de detrás de un cactus, o porque no había nada que pudiéramos hacer en caso de que un loco que pasara manejando a toda velocidad decidiera dispararnos. No. El calor era terrible y sólo teníamos tres botellas de agua para cinco personas y un perro, además de que nada impedía que nos topáramos con una víbora.

    Me amarré la sudadera en la cintura para ocultar el mango de la pistola, pero inmediatamente los brazos comenzaron a quemarme. A los demás también les pasó y pronto estábamos todo de mal humor.

    Larissa, Juanito y Loky se terminaron una botella de agua en cuanto decidieron abrirla. Yo sólo les pedí un traguito para poder pasar saliva porque noté que, aunque eran los que más jadeaban y tenían los labios más secos, mamá y papá ni siquiera tocaron la botella, y no me pareció correcto "consumir más recursos" que ellos.

    En un punto Loky simplemente se tiró al piso y se negó a seguir caminando.

    —Cárguenlo un rato —nos dijo mamá—. El piso está muy caliente.

    Larissa lo tomó como a un bebé dormido y siguió caminando entre tropezones con los ojos casi cerrados por el cansancio.

    Ojalá alguien pudiera haberme cargado a mí también. Mis pies dolían. Mi cabeza dolía. El dolor en el costado por haber estado respirando por la boca me impedía erguirme por completo. Mis lentes estaban llenos de polvo, pero no los limpié por temor a dejarlos peor.

    ¿Cuánto tiempo caminamos? ¿Cinco, seis kilómetros? ¿Muchísimo más? ¿Muchísimo menos? Y entonces, como un oasis en nuestro desierto, a lo lejos vimos otro retén militar.

Una manera de sobrevivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora