Regla #4: Muévete.

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En la parte trasera de la tienda había una puerta que daba a la casa de los dueños del lugar, pero no tentamos a nuestra suerte tratando de abrirla. Lo que sí usamos fue el baño que había en un pasillo lateral que daba a lo que podría ser un almacén. Me temblaban las manos y teníamos prisa, por lo que cuando me tocó lavarme los dientes casi vomito por picarme la úvula.

Los rayos del sol no alcanzaban a meterse por entre los barrotes que hacían de ventana a la altura del techo, pero la habitación estaba más iluminada que la noche anterior. Tomamos agua y de un solo movimiento papá hizo subir el metal corrugada, hacha en mano. Por un momento pensé que no debió abrirla así, pero supongo que abrirla despacio tampoco habría hecho mucha diferencia. Un ambiente demasiado fresco entró de pronto a la tienda y me provocó un escalofrío.

No tardamos más de medio minuto en subirnos al auto. Fue imposible regresar a la posición con la que llegamos al lugar debido a las bolsas de comida, por lo que todos quedamos bastante apretujados e incómodos.

—'má, Loky está llorando... —dijo Juanito desde los asientos plegables de la cajuela.

Mamá lo miró por encima del hombro. Papá puso seguro a todas las puertas.

—Ahí cuídalo... —respondió mamá. Parecía querer hacer algo más, pero no podía.

—¿Abro la ventana? —pregunté.

—Todavía no —me contestó papá—. Pónganse el cinturón.

Loky soltó un aullido bastante lastimero. Aún con el sentimiento de impotencia que me encogía el corazón, no pude evitar mirar de nuevo por la ventana, esperando ver alguna silueta que nos hubiera estado escuchando, pero la calle seguía igual de desierta que el día anterior. Había unas cuentas palomas paradas sobre los cables de electricidad o haciendo pequeños vuelos de aquí a allá, pero nada más. ¿Dónde estaban todos? El peligro estaba ahí, pero no podíamos verlo, ¿qué puede ser peor que eso?

• • •

Unos diez minutos después de que la pequeña ciudad se perdiera de vista a nuestras espaldas nos detuvimos a la orilla del camino, donde una cerca de alambre nos mantenía alejados de los cactus. Yo no quería que lo hiciéramos. No quería abandonar el sentimiento de seguridad que me producía estar en movimiento, aislada del resto de mundo, pero papá y mamá se quitaron los cinturones de seguridad y abrieron sus puertas para bajar.

Loky saltó para recargarse sobre sus patas delanteras en la parre de atrás de mi respaldo, respirando agitadamente con la lengua de fuera para intentar refrescarse.

Crucé miradas con mi hermana, pero ninguna de las dos abrió la boca. Supongo que estaba sintiendo la misma urgencia que yo. Ambas miramos por encima del hombro cuando la puerta de la cajuela se abrió. Papá tomó la correa del perro y lo ayudó a bajar a él y a mi hermano. Mamá estaba unos metros más atrás, con las manos en la cintura y mirando de un lado a otro de la carretera.

—Bájense, niñas —dijo papá dando un portazo con la cajuela que nos dejó sumergidas en un silencio aterrador. Yo no quería bajar. Larissa miró las grietas ensangrentadas de su ventana y, en menos de cuatro segundos, abrió la puerta, bajó y la cerró.

Me quedé sola.

Tampoco quería estar sola.

Observé las grietas de su ventana. Debía de ser horrible tener que mirarlas.

Abrí mi puerta y giré para quedar de frente a los cactus, sin bajarme, apenas rozando las rocas arenosas con las puntas de los pies. Había unos seis metros entre la camioneta y la cerca de alambre, en los que Juanito jugaba luchitas con el perro con una cachucha de papá cubriéndole la cara del sol. Larissa estaba con mamá, que no se había movido de donde estaba, sólo que ahora le daba la espalda al pavimento. Papá se había alejado un par de metros a mi izquierda con el celular en la oreja.

—¡Sonia! —me llamó mamá—. Bájate, vas a estar todo el día sentada.

Arrugué la nariz y negué. Tendríamos que detenernos de nuevo sí o sí más tarde. Pero terminé bajando de todos modos un par de minutos después. Larissa y yo le dimos agua y comida a Loky en recipientes de plástico y mamá trató de quitarle el polvo a la ropa de Juanito a manotazos.

Papá regresó y fue a sentarse en el borde de la carretera. Larissa fue con él y sentó para compartirle de su bolsa de Doritos extra grande.

Cuando la espalda comenzó a dolerme por estar de cuclillas junto a Loky acariciándole entre las orejas mientas bebía agua salpicándome la otra mano, me levanté y miré a la carretera tronándome los dedos, sólo unos segundos antes de ver pasar un pick-up verde y sucio varios kilómetros por hora por encima del margen de seguridad.

En cuanto lo oyó, papá se levantó de un salto y tomó a Larissa de la muñeca para alejarla de la carretera.

Papá y mamá intercambiaron miradas antes de hacernos subir a la camioneta.

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