URUTAÚ

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Porque Urutaú es eso; una bella india a quien el egoísmo paterno le impidiera realizar su sueño de amor. ¿Y todo por qué? Porque el hombre a quien ella amaba era un prisionero de guerra. Un prisionero caído en manos de un bravo e implacable cacique guaraní, padre de la joven. Ni lágrimas ni ruegos ni amenazas habían servido para torcer la voluntad definida y definitiva del cacique. ¡Y era apuesto el prisionero! Y, también, hombre de valor probado. Era todo un Cuimbaé, un dueño de sí mismo, nombre y atributo que lo distinguían entre muchos varones de la tribu.

Cuando ya era inútil esperar ningún cambio de actitud en su padre, la bella india, presa de desesperación, se lanzó, una noche, a la selva. Consultado el Payé de la tribu, éste, con la clarividencia que otorga el brebaje de la yerba mate, informó al cacique apenado acerca del lugar en que se encontraba la hija.

Y allá fueron emisarios con la misión de traerla al hogar abandonado. El encuentro fue patético. Insensible y muda, la india, con cuyo escondite dieran los emisarios, apareció ante éstos como extasiada en la contemplación de una visión lejana. Como única respuesta a los ruegos de quienes venían en su busca, la bella india les volvió la espalda y, de nuevo, se internó en la selva. La explicación y la receta para semejante actitud no se hicieron esperar. Nuevamente fue requerida para tal efecto la intervención del Payé. No era otra cosa -a juicio de éste- que el dolor de amor lo que había insensibilizado y enmudecido a la desventurada doncella. Sólo otro gran dolor sería capaz de reavivar sus adormecidos sentimientos. Y allá fueron nuevamente los emisarios, esta vez acompañados por el mismo adivino de la tribu.

El relato de ninguna imaginada tragedia familiar sirvió para despertar a la bella india aletargada. No la conmovió la noticia que le dieron de la supuesta muerte del padre y de la madre. Ante la desesperación de sus requeridores, continuaba ella muda y con sus hermosos ojos abiertos y fijos en la lejanía. ¿Qué restaba por hacer? ¿Habríase demostrado prácticamente la impotencia o la falsedad del mismo Payé? Cuando ya todos eran presas de la desesperanza, el adivino acercáse a la india para decirle, al oído, el doloroso mensaje que operaría el milagro:

-¡Cuimbaé ha muerto!...

Y, entonces, ¡oh, prodigio del amor y del dolor! Aquel ser insensible y mudo vibró en un paroxismo desesperante. Y ante el espanto mítico de los emisarios, su cuerpo tembloroso y dolorido transformóse de pronto en un ave que, lanzando un gemido, alzóse en vuelo y se perdió en la selva.

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