Yo, ya lo sabía.

Las manos vacías.

Os lo juro, nunca he sabido qué decir cuando veía a alguien bostezar hasta que terminaba imitándole por subnormal. Pero tampoco me es fácil guardar silencio, ya que siempre llevo los bolsillos hasta arriba. Como la vez en la que iba en aquel autobús que parecía no tener prisa. Y sin embargo uno se pregunta que si no tienes prisa, es porque: o no tienes claro dónde ir, o porque cuando llegues ibas a ser el pagafantas que terminara esperando a la otra persona. No me gusta hacer spoiler, pero suelo contar el final de las películas aún sin haberme parado a verlas. El final de ésta viene pegado a una lata de salmonetes de las que si compras dos la tercera te sale gratis. Y lo mismo pasa con las dudas, que te las olvidas en casa y sigues preguntando si los sentimientos y tú habíais quedado para tomar algo. Voy al bar y la camarera está igual de buena que siempre, no sé cómo no le aprietan esos pantalones. Pido lo típico -de mi-, unos donuts y un zumo. La broma de mal gusto me la hizo la chica que pasaba por la ventana y se me quedó mirando justo en el momento en que me jugué la vida en un mordisquito de nada -que luego te llaman guarrete-. Al final parece que todos nos hemos olvidado de algo, y a un pobre chico le han robado la bici y parece ser que se tiene que ir andando a casa. A quién le gusta irse andando a casa. Saqué un bolígrafo -que suelo llevar encima- y me puse a escribir algo en una servilleta.

'Tengo las manos vacías, pero siempre intento llenar con ellas todo lo que toco.'

Pagué la cuenta e incluso dejé algo de propina en la bandeja. Me fui con las manos en los bolsillos, guardé silencio, mucho silencio. Todo esto pasó un martes, yo no tengo la culpa de que hubieran pasado unas semanas y al volver, ya nadie se acordara de mi.