2. El príncipe

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Los dueños de todo aquello eran un hombre, una mujer y un chico apuesto, alto, fuerte, inquieto, listo. Una familia que poseía todo lo que la vista podía abarcar, e incluso más, y no tenía más que mover un dedo para que su voluntad fuera inmediatamente cumplida.

El padre era el rey. Era un hombre alto, flaco, siempre con el paso hierático y la mirada altiva, tan altiva que hacía bajar los ojos a aquellos que se encontraban a su paso; un rey, en fin, como muchos reyes de la historia, que vestía siempre impecablemente y no hubiera tolerado por nada del mundo que su ropa no hubiera estado preparada para cuando él la tuviera que coger. Tenía un caballo grande y hermoso, negro, fiero, con el que paseaba por sus jardines sabiéndose dueño del suelo que pisaban los cascos del animal y de la hierba que nacía y crecía en sus prados, y de las poblaciones que se encontraban más allá de aquellas tierras, aunque no las solía visitar nunca, porque pocas veces salía de los muros de sus tierras, sólo cuando era absolutamente necesario para hacer acto de presencia en algo que incumbiera a los negocios que mantenía con los nobles de alrededor, aunque siempre eran ellos los que pasaban por allí; de todas formas, generalmente mandaba emisarios a hablar en su nombre. Había algunos que decían que hacía eso porque no quería encontrarse con el pueblo, al que despreciaba como ruin e indigno, pero esto, como otras tantas habladurías, son puras suposiciones, porque aún no lo hemos visto actuando.

La madre, como no podía ser de otra manera, era la reina. Y también era una reina, dicho sea de paso, cortada a la medida de muchas otras reinas de lugares y tiempos varios, aunque no haya ningún canon para medir qué es normal en una reina. Era una mujer bella; o, para no faltar a la verdad, había sido bella hacía tiempo, y aún conservaba retazos de aquella pretérita belleza. Era de estatura media, rubia, de carnes rosadas y abundantes, ni demasiado seria ni demasiado alegre, siempre dispuesta a sonreír en cualquier fiesta, paciente, dura, manipuladora y controladora de todo lo que estaba en su mano controlar, con escasa preocupación por lo que se cocía fuera de las paredes que la mantenían en el lugar y siempre velando porque el hijo fuera educado de la mejor manera y llegara a ser un día el rey, un rey tan digno como lo era su padre, es decir, el marido de ella. Sus espléndidos vestidos, que en otro tiempo habían cubierto un cuerpo fino y delicado, debían esconder entonces la grasa que se acumulaba cada vez más entre la piel y los huesos, debido, sin duda, a la abundante comida y el poco movimiento que la acabarían convirtiendo, aunque fuese una reina y, por tanto, una mujer casi divina, en una fea, gorda y vieja señorona con vestidos imponentes y nada más. Y es que, por mucho que se empeñara, las reinas se estropean lo mismo que las prostitutas, aunque lo hagan más despacio exteriormente. Pero la mujer, enfundada en su traje, parecía darse cuenta de ello, y gustaba cada vez menos de mirarse en los espejos; de hecho, había quitado algunos de ellos de los lugares donde siempre estuvieron, en pasillos y habitaciones, y había hecho añicos otros, que había mandado enterrar después en lo más recóndito del jardín. A veces pensaba que es una lástima no tener nada más que el cuerpo para enseñar y no poder ofrecer nada a las miradas de los demás cuando éste se empezaba a deformar; pero, como este pensamiento la hacía llorar, lo quitaba de su cabeza con grandes aspavientos.

Pero aún no hemos hablado del tercer personaje de esta historia: el hijo, que, como suele pasar en familias así, era el príncipe. Un joven apuesto, de pelo castaño y ojos grises, estatura media, voz profunda y andares seguros, a punto de cumplir diez y ocho años, y cuya descripción debe incluir la palabra "excéntrico" sin lugar a dudas, comparándolo, claro está, con lo que sus padres consideraban normal y lo que durante muchísimo tiempo la gente ha creído que debía ser un príncipe. Porque al menos hasta entonces nadie había visto que un príncipe anduviese a pie por los jardines, en compañía de gente de la servidumbre y sin sus reales ropas, es más, con un pantalón y una camisa vulgares; o que, invitado a la caza del zorro o del conejo o de cualquier animal de los que se solía hacer diversión ver morir despedazado por perros, rehuyera el compromiso alegando que tenía que ver ponerse el sol o dibujar una planta nueva que había descubierto o escribir una historia para un viejo enfermo; o, y esto era quizás más grave, que no atendiera, es más, que le importase muy poco lo que su tutor le quería enseñar sobre la forma de gobernar un país o de atender a los nobles o de comportarse a la mesa cuando asistían invitados de postín.

Aquel muchacho, encerrado en el castillo y sus muchos alrededores y casi sin saber si acaso fuera de él existía más mundo o todo acababa allí, sospechaba que la felicidad era algo más que lo que sus padres, tutores y gentes que, como moscas, le rodeaban querían hacerle ver, pero no sabía qué más se podía anhelar que estar aprendiendo a ser el futuro rey o paseando por los jardines o admirando las persecuciones de los perros a los pobres zorros, jabalíes o conejos. Bien es verdad que muchas veces, cuando se encontraba lejos y solo, hablaba con alguno de los trabajadores, que le contaba historias maravillosas acerca de otro mundo allá afuera, con gente que iba y venía, descubría mundos nuevos y moría de enfermedades extrañas, luchaba por una mujer o por un pedazo de tierra, gritaba y era capaz de morir soñando con cosas que en aquel lugar no podían ni imaginarse. Y entonces el joven, de repente, sentía nacer una llama en su interior, un fuego que lo hacía desear en tales lugares porque, de algún modo, como en un sueño, todo aquello le era familiar. Pero luego volvían las clases del tutor, los bailes y las comidas y los empeños del rey y la reina en buscarle novias que no le apetecían lo más mínimo, y el deseo se convertía en una chispa latente sin fuerza de arrastrar su corazón y su persona entera.

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