8. El regreso

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Se besaron, sólo un momento. Luego, Ana se volvió y corrió calle abajo, mientras José, desnudo de todo lo que lo había llevado allí, cayó en el suelo, sentado, se cubrió la cabeza con los brazos y sintió un profundo dolor en las sienes, como si alguien lo tratara de partir por medio. Se cerró la noche, y ni siquiera se atrevió a moverse. La madrugada avanzaba y con ella el miedo a tomar una decisión. Era el príncipe, pero no lo era. Era un enamorado, pero tampoco. Y tenía que descubrir lo que realmente le importaba, si es que en realidad le importaba algo. Tenía dos calles: una bajaba al fango, a lo hondo, donde lo seguiría esperando su ángel. Otra subía hacia arriba, a la cumbre, donde lo esperaba una vida llena de riquezas. No podía imaginar cuál era la suya. Gritó muerto de espanto, despertando a los vecinos, y luego corrió al castillo, atravesó la población sin dejar de gritar y de golpear lo que encontraba a su paso, de hacerse sangrar los nudillos y llorar, hasta que amaneció y llegó a las puertas de la muralla después de haber atravesado el campo solo y hundido. Le abrió el mismo soldado de siempre, alarmado por la tardanza y la figura que traía el joven. Volvió a colocarse sus ropas. Se dirigió, con paso vacilante, hacia el edificio; y vio al caballero envidioso, que lo saludó con una reverencia.

- ¡Vaya! El príncipe que visita las ciudades de noche. ¿Con qué ramera la has pasado esta vez? Debes saber que tu padre te ha buscado por todos los contornos, pero no te ha encontrado. Y yo, que soy su consejero y me he ofrecido para ayudarle, tengo el encargo de averiguar tu paradero. Al final no ha sido difícil saber dónde estabas, como ves: todos los guardias aceptan hablar por más dinero o menos, y todos tenemos los mismos vicios, aunque aquí te podrían haber traído la puta que hubieras querido.

- ¿Desde cuándo eres su consejero? -preguntó José, sin tomar en cuenta lo que había dicho el caballero.

- Desde hace tres días. Parece que no te alegras de ello...

- ¿Sabes? -dijo, riendo, José- Me das risa. Eres un don nadie que se cree muy importante. Algún día, cuando menos lo esperes y donde menos preparado estés, te sorprenderé. El poder no sirve de nada para vivir, amigo, y mi paciencia tiene un límite. Ahora aparta de mi camino: he pasado una noche de perros.

- Te deberían encerrar por loco.

- Prueba. Pero te advierto que en estos momentos soy capaz de cualquier cosa, y muchos aquí se alegrarían de que te matara.

José apartó al caballero de un empellón, y siguió su camino. Llegó a la puerta, entró y se sentó en el comedor, esperando a que sus padres bajaran del dormitorio. Éstos, escuchándolo, no tardaron en hacerlo. El rey fue el primero en hacer presencia a grandes voces:

- ¿Qué es esto? ¿Cómo te atreves a dejar el castillo sin mi permiso? ¡Te castigaré, no volverás a hacerlo, aquí mando yo y...!

Hay personas que creen que gritando lograrán que los demás escuchen. El rey también lo creía: pero ya no tenía ninguna autoridad sobre José, y éste no estaba dispuesto a escuchar al hombre que había destrozado su vida.

- ¿Qué es esto? -repitió José, abriendo la tela sobre la mesa.

- ¿De dónde has sacado eso? -el semblante del rey pasó de la soberbia y la ira a la sorpresa y el pavor en momentos- ¡Eso no es nada! ¿Quién te lo ha dado?

- No me engañes. No lo intentes, porque sé cosas. Te pregunto qué es esto, y quiero una respuesta sincera. Ahora. Si me ocultas algo vamos a tener muchos problemas, porque sé a quién preguntarle.

- Está bien, no te pongas así. Si hemos guardado eso es porque no nos hace ningún bien recordar de dónde salió -dijo la reina-. Además, no hay que ponerse así por un trozo de tela. Verás: eso es un cuadro que hizo una vez una niña para nosotros, un día que fuimos de visita a la ciudad. Te lo pasaste muy bien, ¿recuerdas? Aunque querías regresar aquí porque te daba miedo estar cerca de todos aquellos pobres tan sucios. Pero no debías haber robado eso, porque es un recuerdo muy querido. Ahora, explícanos qué es lo que ha pasado esta noche.

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