3. El armario

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Un buen día, mientras paseaba de acá para allá, el príncipe entró en una de las habitaciones que solía visitar menos, un cuarto largo y lleno de riquezas, y llamó su atención el armario liso y sencillo como pocas cosas había en el lugar. Lo recorrió de arriba abajo con la vista, miró por debajo, por un lado y otro, y se dio cuenta de que allí dentro había algo extraño, debía haberlo, pues nada tenían que ver aquel mueble y los demás. Así que, sin pensarlo dos veces, tiró de la puerta para ver lo que se escondía tras ella, pero la puerta no se abrió porque, como hemos dicho, estaba cerrada con llave. Intentó buscar alguna forma de penetrar, pero la cerradura no cedía y temía romperla, con lo que el rey, su padre, que nunca había hablado del armario y parecía tenerle poco aprecio, podía descubrir sus andanzas solitarias y enfadarse. Lo intentó otras cuantas veces, pero como no logró nada se fue, y la curiosidad le comenzó a encender la llama que le ardía en el interior.

La familia comía en un gran comedor con una larguísima mesa que servían dos rectísimos cocineros. Siempre comían manjares de lo más suculento que, a fuerza de repetirse, habían llegado a parecerle al príncipe platos desabridos, porque, como le decía uno de los que cuidaba los cerdos, "de todo se harta uno, a no ser que sea lo que verdaderamente quieres". Y la comida ofrecida allí no era, ni por asomo, tal. Una noche que comían, como tantas veces, pavo real asado con frutas, ciervo, confituras, pan recién hecho, aromáticos vinos, dulces pequeños de sabores suaves... el príncipe, que no dejaba de mirar al plato y a su padre, a su madre y al plato, a la cabeza de jabalí que colgaba de la pared sobre ellos y al dorado candelabro, habló tras intentarlo dos o tres veces y no conseguir articular ninguna palabra:

- Papá, me pregunto qué se esconde en el armario.

- ¿Qué armario? -preguntó el rey, enarcando una ceja.

- El armario liso de la sala grande, ya sabes, el que no se parece a ningún otro.

- ¿Has abierto ese armario? ¿Por qué me preguntas eso? -siguió interrogando el rey, enarcando la otra ceja.

- No. Está cerrado con llave. Es sólo que tengo curiosidad por ver lo que hay dentro.

- Dentro no hay nada -dijo apresuradamente la reina-. Y no debes husmear en esa habitación. Te lo hemos dicho muchas veces.

- Sí, te prohíbo -dijo el rey- que mires dentro de ese armario. Absolutamente. Es más: te lo prohibimos los dos, para que veas que no es sólo decisión mía. En ese armario no hay nada que te haga bien.

- Ah, pero ¿vosotros sabéis lo que me hace bien? -preguntó esta vez el chico, extrañadísimo de la reacción que habían mostrado sus padres.

- ¡Claro que sí! Sabemos perfectamente lo que debe conocer un príncipe, y no es eso. Termina tu comida, que hoy tenemos paseo a caballo -zanjó la conversación el rey.

Nadie sabe por qué: el caso es que no hay más que prohibirle a alguien que haga esto o lo otro para que, consiguientemente, lo haga con mucho más ahínco que si nada se le hubiera advertido. Debe ser una de esas leyes del espíritu humano que lo hace tan incomprensiblemente complicado; en todo caso, eso fue lo que pasó al joven príncipe, que no bien hubo escuchado las palabras del padre se prometió a sí mismo, sin ser consciente de ello, que abriría el armario y encontraría lo que tanto miedo daba a sus padres, que debía ser, por otra parte, algo fabuloso, fuera de lo común, quizás tan fascinante que no se atrevían a enseñarlo.

Aquella noche tuvo un sueño maravilloso. Soñó que volaba a través de una habitación grande y roja, llena de telas de colores distintos que flotaban en el aire como formando un laberinto de suave seda, y a través de ellas, cándida y tenue, una figura femenina, una niña de risa clara, con alas de ángel, iba y venía susurrando su nombre y tarareando una hermosa melodía. No podía ver su rostro, sólo oír su risa y su canción, pero aquella risa y aquella música le eran tan familiares que no podía hacer otra cosa que seguirla por el laberinto de telas que cambiaba de forma y color a medida que la niña, que poco a poco fue cambiando su risa en tonada cada vez más clara, subía o bajaba el volumen de su voz, aterciopelada, la dejaba ir o la soltaba en pequeños quejidos que lo envolvían como un manto fresco y ardiente a la vez. Estuvo toda la noche persiguiendo aquella voz, y despertó sin saber qué era o quién revoloteaba así en sus sueños.

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