1. El castillo

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Había una vez, en un reino lejano y en una época no tan lejana, un castillo, rodeado de jardines fabulosos, con grandes árboles donde anidaban cientos de pájaros extraños y bellos, multicolores, que cantaban de las más diversas formas por entre ramas y arbustos, con muros de setos que formaban laberintos colmados de flores de fragancias salvajes o sencillas, con lagos profundos y azules, fuentes altas y frescas, caminos tortuosos, abiertos, estrechos, espaciosos, alegres por los que perderse, sólo deseándolo, durante horas y mirar, sólo mirar, admirar, disfrutar del paisaje en la penumbra de la sombra de los árboles, sin nada ni nadie que perturbe el canto de los pajarillos, el rumor tranquilo del agua, el viento en las hojas, aspirando los suaves efluvios del suelo que hace olvidar que el tiempo pasa y se vive, y paraliza la existencia de todo lo que existe. Un paraíso destinado a unos pocos privilegiados, en definitiva.

El castillo, visto desde lejos, era una mole de piedra que subía hasta casi tocar las nubes y dominaba el paisaje circundante. Una puerta de madera de ébano tallada con figuras mitológicas, héroes de cuerpos atléticos y armas terribles, damas bellas y serias, enemigos deformes vencidos siempre, dioses y monstruos mirando y vigilando el mundo con ojos oscuros, animales con cabeza de toro y cuerpo de león y cola de águila, con cara de mujer y cuerpo de sirena, uniones fantásticas de zorros, lobos, unicornios, elefantes, caballos, grifos, perros salvajes, leones, serpientes, peces gigantes, aves fénix y otros seres irreconocibles en la desgastada madera, guardaba la entrada. Pasillos altos, anchos y oscuros donde los pasos retumbaban por el vacío, con cuadros de la familia y de las familias anteriores que los habían habitado colgando de las paredes como testigos del paso mudo del tiempo, grandes antorchas y lámparas que iluminaban tenuemente las estancias, comedores largos y poco recogidos, salas de telas que caían ricamente hasta el suelo, cofres con incrustaciones de piedras preciosas que ya no admiraba nadie allí porque las cosas, cuando se poseen, pierden el sentido y la importancia al cabo del tiempo, y todo, cuando se manosea demasiado, termina por aburrir.

En una de aquellas impresionantes habitaciones, larga y llena de riquezas exhibidas en cada rincón, con muebles repletos de vestidos de lujo, joyas, oros, azabaches, diamantes, lapislázuli, topacios, rubíes, esmeraldas, perlas, plata y bronce, marfiles, amatistas, aguamarinas, calcedonias, jaspes, zafiros, sardónicas, berilos y otras maravillas engarzadas formando collares, zarcillos, pulseras, coronas deslumbrantes a las que ya pocas veces se llegaba nadie, había un armario distinto a todos los demás.

Era distinto, sí, porque en él, sencillo y liso como pocas cosas en el castillo, se escondía algo extraño. No tenía llave o, para ser más exactos, la tenía escondida. Se abría pocas veces. Y dentro había un cajón, el más pequeño, también bajo llave y con ella fuera del alcance de cualquiera, como si allí estuviera el corazón del castillo o la bestia más fiera; mas en aquel cajón no sabemos aún lo que había, pues esta historia debe descubrir por sí misma precisamente ese secreto, si es que acaso tenía el armario allí un secreto, cosa que no queda, por ahora, nada clara.

En el castillo del que hablamos, tan lleno de dinero y riqueza, y tan vacío a la vez de un poco de calor humano, que ahogaban los muros, algo que suele suceder en casos como el que nos ocupa, había mucha gente trabajando y viviendo. Claro, la gente que trabajaba allí no podía disfrutar mirando los collares, los anillos o los asombrosos vestidos, ni montar en los caballos y pasear con la estampa alzada y la mirada de superioridad que caracteriza al que se cree dueño de algo, porque ellos no eran dueños de nada; pero no estaban muy mal, porque allí no faltaba nunca nada, y lo que sobraba era tanto que hasta el porquerizo más bajo podía comer bien, dormir mejor y trabajar con tranquilidad, salvo cuando el propietario se enfadaba.

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