BIBIANA había nacido en un pequeño pueblo tan próximo a Madrid que con el tiempo se había convertido en un barrio de la capital, muy elegante, con casas rodeadas de jardines.
De pequeña, todos la conocían, la llamaban Bibi, entraba y salía por las casas como si fueran suyas, y en la pastelería tomaba dulces sin pagar. Los vecinos se compadecían de ella por ser huérfana de madre y porque su padre, además de no trabajar, se pasaba borracho gran parte del día y todas las noches sin excepción.
Tenía entonces cinco años, y, de saberlo, se hubiera asombrado de la compasión que sentían por ella. De lo de su padre no se daba cuenta, ya que pensaba que todos los padres eran así: por las mañanas, serios y quejumbrosos; por las noches, muy alegres.
Como veía que en las casas eran las mujeres las que cuidaban de los hombres —les daban de comer, les lavaban la ropa...—, aprendió a hacer estos trabajos para su padre.
La enseñó la señora Angustias, una vecina muy mayor que, de acuerdo con su nombre, siempre estaba angustiada. Cuando veía a Bibi hacer los trabajos de la casa, largaba unos suspiros estremecedores y no se recataba de mirarla compungida:
—¡Pobre hija!
Al decirlo, se le llenaban los ojos de lágrimas; pero esto no le extrañaba a Bibi, porque también lloraba con las novelas de la radio y las series de televisión.
La señora Angustias le suplicaba al padre de la niña:
—¡Rogelio, tenga compasión de este pobre ángel!
El ángel era Bibi, y entonces, por la noche, su padre se compadecía y la acariciaba en forma de cosquillas, muy suavecito, hasta que se dormía. También le contaba cuentos. Unas veces eran divertidos y otras tristes, pero todos tan buenos que los chicos del colegio se quedaban embelesados cuando ella, a su vez, se los repetía.
La profesora le preguntaba:
—¿Dónde aprendes esos cuentos?
—Me los cuenta mi padre —contestaba Bibi muy satisfecha. Se quedaba asombrada de que la señorita Tachi, en lugar de admirarse y alabárselos como hacían los niños, endureciese su rostro y musitase:
—Más le valía cumplir con su obligación como los demás padres.
Bibi no entendía lo que quería decir con eso. Los padres de los otros niños no sabían contar cuentos y, además, estaban casi siempre muy enfadados. Algunos, incluso, pegaban a sus hijos. Para colmo, la mayoría de ellos se pasaban el día fuera de casa porque trabajaban en Madrid. En muy pocos años, el pueblo se había convertido en un barrio de la capital, rodeado de urbanizaciones preciosas, con jardines, edificios y chalés de gente que llegó de Madrid, que estaba tan sólo a catorce kilómetros.
En cambio, su padre siempre estaba a su disposición: o bien en su casa o, lo más lejos, en la taberna.
—¡Qué vergüenza —se lamentaba la señora Angustias—, que esta pobre niña tenga que ir a buscar a su padre a la taberna!
A Bibi no le importaba hacerlo —tendría ya unos diez años—, porque la taberna estaba a dos manzanas de su casa. Tampoco le gustaba demasiado, porque no todos los borrachos eran como su padre. Algunos gritaban, peleaban, decían palabras horribles, incluso blasfemias. Su padre, apenas la veía entrar en la taberna, le decía:
—Espérame fuera, Bibi; enseguida salgo.
Y cumplía su palabra. Salía rápido, aunque fuera tambaleándose.
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Bibiana y su mundo
Teen FictionAutor: JOSE LUIS OLAIZOLA SARRIA De pequeña, todos la conocían por Bibi. Entraba y salía por las casas de la urbanización como si fueran suyas. Los vecinos se compadecían de ella por ser huérfana de madre y porque su padre, además de no trabajar, se...