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ROGELIO NO TENIA el más mínimo interés en ser un héroe. Lo que le importaba era conservar el aprecio de su hija, que era lo único que le compensaba en la vida.

Para conseguirlo, decidió hacer las cosas bien. Y empezó por echar a correr para llegar a tiempo de salvar a la profesora. Pese a la oscuridad de la noche, como se conocía muy bien el camino, en menos de un minuto llegó al edificio en construcción.

El coche de la señorita, con las luces encendidas y las puertas abiertas, ofrecía un aspecto preocupante. Rogelio paró su carrera y ahí fue su asombro, porque a sus espaldas oyó pisadas. Eran de Bibiana que le había seguido corriendo.

—¿Qué haces tú aquí? —le dijo furioso, pero sin alzar mucho la voz para que no le oyeran.

—Vengo a ayudarte.

A Rogelio le hubiera hecho gracia la respuesta si no fuera por lo peligroso de la situación.

—¿Ayudarme, tú? ¡Lárgate inmediatamente!

—Me da miedo —dijo la niña en un susurro.

—¿Cómo dices? —se extrañó Rogelio.

—Que me da miedo —le explicó la niña— volver por la oscuridad.

—¿Y no te da miedo estar cerca de esos dos criminales?

—Estando contigo, no —le replicó la niña con gran naturalidad.

A Rogelio no le dio apenas tiempo de emocionarse con la respuesta, porque del interior del edificio salieron gritos sofocados, ruido de lucha y como un lamento.

—¡Es ella, papá! —se desesperó Bibiana—. Está ahí dentro.

Rogelio ya se lo figuraba y, sin dudarlo, se metió en el edificio. Y Bibiana detrás porque le daba miedo quedarse sola. Rogelio no se había dado cuenta de esto último hasta que la niña le advirtió:

—¡Están ahí!

Bibiana tenía una vista maravillosa. Por las noches, cuando les cortaban la luz por falta de pago, era capaz de seguir leyendo con la escasa iluminación que entraba de la calle. Por eso fue la primera que los vio, al pálido reflejo de los faroles callejeros. Al principio no se asustó demasiado, porque se dio cuenta de que la señorita seguía viva. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se quedó aterrada: Tachi estaba de rodillas y uno de los hombres la sujetaba por el cuello. Tenía el rostro ensangrentado y la blusa desgarrada. Gemía.

—¡Soltadla! —gritó Rogelio con gran autoridad.

El hombre que la sujetaba, asustado por aquella repentina aparición, obedeció y retrocedió unos pasos.

Rogelio había cogido una barra de metal y, quizá, los hombres, en la oscuridad, creyeron que era un guarda con un fusil. La sorpresa le permitió dominar por unos momentos la situación.

La señorita Tachi ofrecía un aspecto tan lastimoso con la blusa rota, semidesnuda, con un zapato sin tacón, despeinada, sangrando, que Rogelio estuvo a punto de sentir compasión de ella. Pero se dio cuenta que de aquella no se moría, y pensó para sí: «Bicho malo nunca muere».

—Levántese —le dijo a la mujer, encantado de poder dar órdenes a la que tanto miedo le metía con sus amenazas de quitarle la niña.

Tachi obedeció con gran presteza y se puso junto a él. En ese momento fue cuando uno de los hombres se dio cuenta de que Rogelio no era un guarda, ni aquello que llevaba en la mano un fusil. Rápidamente silbó a su compañero, al tiempo que sacaba una navaja larga y afilada. El acero relució en la noche y, al verlo, Bibiana cerró los ojos. Oyó que su padre gritaba:

Bibiana y su mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora