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EN «LA CHOPERA» parecía que nunca iban a terminarse las lamentaciones por la pérdida de Bibiana. Todos la echaban de menos. Hasta que pasaron quince días y unos y otros empezaron a comentar:

—Quizá sea mejor para la niña estar en el internado. Con ese padre que tenía...

Decían «tenía», como si ya lo hubiera perdido para siempre. Sin embargo, Rogelio, al mes, ya estaba de vuelta en el barrio.

—Pero... ¿cómo es posible? —comentaba la gente respetable—. O sea, que al padre, que tiene la culpa de todo, le sueltan enseguida, y la niña, pobrecita, sigue encerrada.

A Rogelio le soltaron tan pronto porque, en definitiva, lo habían metido en la cárcel por pegar a uno de los policías que lo fueron a detener. Pero por eso, claro, no lo iban a tener encerrado de por vida.

Rogelio se fue derecho a ver a don Tomás. Lo encontró trabajando en el huerto. En lugar de saludarle, le preguntó:

—¿Sabes algo de Bibiana?

—Sí, claro.

—¿Qué tal está?

—Muy bien, muy bien. La voy a ver de vez en cuando. Es un colegio precioso, con jardines, campos de deportes...

—Entonces... —le interrumpió Rogelio— ¿está mejor que conmigo?...

—Hombre... —le contestó el cura, cauteloso.

—Tomas, yo no puedo vivir sin Bibiana. ¿Qué tengo que hacer para que me la devuelvan?

El cura notó a su amigo muy emocionado y, para que no le montara el número, lo echó a broma:

—¡Hombre! Lo que tienes que hacer es ser bueno —pero como vio que su amigo no estaba para bromas, le aclaró—: Mira, Rogelio, tienes que trabajar y dejar de beber. ¿Has seguido bebiendo en la cárcel?

—Psch... —admitió Rogelio—. ¿Sigues pensando poner aquella granja de conejos de la que hablamos?

Don Tomás negó con la cabeza y, como quien se lo tiene bien pensado, le contestó muy decidido:

—Tienes que volver a trabajar con el Poderoso Industrial.

—¿Con ese canalla? —se encrespó Rogelio—. ¡Antes prefiero morirme!

PREFERÍA MORIRSE, pero no perder a Bibiana. Por eso empezó a trabajar en las oficinas del Poderoso Industrial.

En cuanto a éste, cuando le propuso don Tomás que volviera a admitir a Rogelio, replicó:

—¿A ese golfo? ¡Antes prefiero arruinarme!

Prefería arruinarse, pero no que en su casa no le dirigieran la palabra, que es lo que sucedió cuando el cura les contó a su esposa, a Quincho y a Elena, que no quería dar trabajo a un pobre padre separado de su hija.

DURANTE LAS CLASES, Quincho se quedaba mirando el asiento de Bibiana, que seguía vacío porque nadie lo había querido ocupar, con tal melancolía que partía el corazón.

La señorita Tachi estaba muy rara. Atendía su clase con el rigor de costumbre, pero fuera del colegio no se trataba con ningún alumno. Ni, casi, con nadie del pueblo. Sin embargo, un día en que vio a Quincho tan melancólico, con la mirada perdida en el hueco que dejó Bibiana, le preguntó:

—Oye, Quincho, ¿has ido a ver a Bibiana?

—Sí, suelo ir cada semana, que es cuando autorizan las visitas —le contestó el chico, receloso.

Bibiana y su mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora