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LA DUEÑA DE LA PENSIÓN parecía muy mayor, y tan triste, casi, como la señora Angustias. Antes de contestarles si tenía o no habitación disponible, los miró con mucho detalle.

—¿Sólo traen ese equipaje? —les preguntó con extrañeza.

A Bibi le pareció muy bien la pregunta, porque ya se lo había advertido a su padre.

A pesar de todo, la mujer les dio una habitación, por la que les hizo pagar una semana adelantada. También le extrañó que la que pagase fuera la niña, que, como es lógico, había cogido todos sus ahorros, incluso los secretos.

Aquella noche apenas le dio tiempo de entristecerse, porque estaba tan cansada que se durmió enseguida.

Cuando se despertó, creyó que todavía era de noche, por la oscuridad que reinaba en la habitación. Su padre roncaba. Como oyó ruido de coches en la calle y de gente andando por la casa, se levantó de la cama y se asomó a la ventana. Daba ésta a un patio estrecho y alto; sacando la cabeza, se veía arriba, por un recuadro de cielo, que ya era de día. Pero la luz del día no llegaba, ni llegaría nunca, a aquella habitación.

¡Qué tristeza! Qué tristeza le entró al ver a su padre vestido, tumbado de cualquier modo en la cama, señal clara de que, al dormirse ella, se había ido a beber a alguno de los muchos bares que habían visto al pasar.

La idea de tener que vivir mucho tiempo, quizá para siempre, en aquella habitación oscura, sucia, con una suciedad pringosa distinta de la suciedad polvorienta, alegre y luminosa de su casona del pueblo, le produjo tal pánico que decidió rezar.

Se puso de rodillas frente al cuerpo de su padre, y en esa posición la sorprendió la dueña, que entró en la habitación sin avisar.

Se le puso la cara de extrañeza habitual en ella y le preguntó a Bibi:

—¿Qué pasa? ¿Se ha muerto?

Su extrañeza era relativa, y por la forma de preguntar se veía que le parecía bastante lógico que su padre hubiera muerto de repente y ella estuviera velando su cadáver.

—No, señora —le contestó Bibiana cortésmente.

—Pues lo parece —le dijo la dueña. Luego, se acercó a la cama, olfateó y comentó—: Menuda cogorza ha cogido éste...

Miró a la niña, pero sin la cara de compasión que ponían los del pueblo cuando se emborrachaba su padre. Bibiana casi lo prefirió.

—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó la mujer.

—Ahora se despertará —le contestó Bibiana, que conocía muy bien las costumbres de su padre.

—Es que —le advirtió la mujer— si no os levantáis antes de las once, no se os hace la habitación. ¿Está claro?

Bibiana no dijo ni que si ni que no, y la mujer continuó la aclaración:

—Si os levantáis más tarde, tendrás que arreglar la habitación tú.

—Vale —le contestó la niña, a la que no se le había ocurrido pensar que se la fueran a arreglar.

SUS REZOS DE AQUELLA MAÑANA surtieron más efecto del previsto por la niña.

Cuando por la mañana advirtieron la desaparición de Rogelio y de su hija, los vecinos, conmocionados por lo sucedido en la plaza, difundieron la noticia tan rápidamente que llegó al alcalde, a la señorita Tachi y al Poderoso Industrial casi a la vez.

Una mujer contó cómo, la tarde anterior, había visto el intento de suicidio de Rogelio en el abrevadero.

—Ese hombre está loco —comentaron todos a una—. Es un peligro para la niña.

Bibiana y su mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora