VI. Libertad

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Era bastante feliz en mi nuevo hogar, y aunque había algo que yo añoraba, no deben pensar por ello que yo no estaba satisfecho. Todas aquellas personas que tenían algún trato conmigo eran buenas, estaba en una cuadra luminosa y bien ventilada, y me daban la mejor de las comidas. ¿Qué más podía yo desear? Pues, libertad. Durante tres años y medio yo había disfrutado de toda la libertad que podía desear; pero ahora, semana tras semana, mes tras mes y, sin lugar a dudas, año tras año, tendría que estar en una cuadra noche y día, salvo cuando se me necesitara, y entonces debía mostrar tanta calma y tranquilidad como un caballo que llevara trabajando veinte años: ceñido por múltiples correas, y llevando bocado y anteojeras. No piensen que me estoy quejando, porque sé que no debe ser así. Sólo quiero decir que para un joven caballo lleno de energía y de temperamento, acostumbrado a un gran campo o una amplia pradera, donde puede levantar la cabeza, agitar la cola y alejarse galopando a toda velocidad, para retornar resoplando junto a sus compañeros, es duro no disfrutar de un poco más de libertad para hacer lo que a uno le plazca. A veces, habiendo hecho menos ejercicio que de costumbre, sentía hervir en mí tanta vida y tanta energía que, cuando John me sacaba, no conseguía mantenerme tranquilo; hiciera lo que hiciese, daba la impresión de que tenía que saltar, o bailar, o hacer cabriolas, y sé que debí infligirle más de una sacudida, sobre todo al principio. Pero él siempre se mostraba bueno y paciente conmigo. 

—Tranquilo, mi muchacho, tranquilo —solía decirme—. Aguarda un poco y pronto alcanzaremos un ritmo que te quitará ese hormigueo que sientes en las patas. 

Entonces, tan pronto salíamos del pueblo, me hacía ir a un trote brioso durante varias millas, y luego, al regreso, me sentía como nuevo, habiéndome quitado de encima esos nervios que no me dejaban estar quieto. Los caballos fogosos, si no hacen bastante ejercicio, cogen fama de caprichosos, cuando es sólo ganas de jugar lo que tienen; pero algunos caballerizos acostumbran castigarlos por ello. Nuestro John no, pues sabía que se trataba tan sólo de un exceso de vitalidad. Sin embargo, tenía su propia forma de hacerme entender sus deseos, por el tono de su voz o con un toque de las riendas. Yo siempre supe cuando me ordenaba algo en serio, y ello tenía más poder sobre mí que cualquier otra cosa, pues yo lo quería mucho. 

Debo decir, sin embargo, que a veces, por unas horas, teníamos libertad; esto ocurría los agradables domingos durante el verano. Nunca se necesitaba el carruaje ese día, porque la iglesia no quedaba lejos. 

Qué grato resultaba vernos libres en el prado cercado o en el viejo huerto. Sentíamos la hierba fresca y suave bajo nuestros pies, la brisa era dulce, y muy agradable tener libertad de hacer lo que nos viniera en gana: galopar, tumbarnos, revolcarnos por el suelo o mordisquear la tierna hierba. Era también un momento para conversar, mientras permanecíamos todos juntos a la sombra del gran castaño.

Belleza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora