IX. Merrylegs

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El señor Blomefield, el vicario, tenía una gran familia, compuesta de niños y niñas; solían venir a veces a jugar con la señorita Jessie y la señorita Flora. Una de las niñas era de la edad de la señorita Jessie; dos de los niños eran algo mayores, y había otros más pequeños. Cuando venían, Merrylegs tenía mucho trabajo, pues nada les agradaba tanto como subirse a él por turnos y pasear por todo el jardín y el prado cercado durante horas y horas. 

Una tarde había estado con ellos un buen rato, y cuando James lo llevó de vuelta a la cuadra y le puso el ronzal, le dijo:

 — Hala, bribón, y a ver cómo te comportas, o nos meterás en un lío. 

— ¿Qué has hecho, Merrylegs? —pregunté. 

— ¡Oh! —respondió él meneando su cabecita—. Sólo les he dado una lección a esos jovencitos, que no saben cuándo ha sido suficiente para ellos ni cuándo ya ha sido suficiente para mí, así que sólo los he tumbado. Eso era lo único que podían entender. 

— ¿Qué? —pregunté yo—. ¿Has derribado a los niños? ¡Nunca te hubiese creído capaz de una cosa así! ¿Has derribado a la señorita Flora, o a la señorita Jessie? 

Adoptando una expresión muy ofendida, dijo: 

— Por supuesto que a ninguna de las dos. No haría una cosa así ni por la mejor avena que llegara a esta cuadra. Soy tan cuidadoso con las señoritas como nuestro amo puede serlo, y en lo que a los niños pequeños concierne, soy yo quien los enseña a montar. Cuando se muestran temerosos, o vacilantes sobre mi lomo, voy tan despacio y tan manso como la vieja gata cuando persigue a un pájaro; y cuando recuperan la seguridad, voy más deprisa, sabes, sólo para que se acostumbren a ello; de modo que no pierdas el tiempo sermoneándome; soy el mejor amigo y el mejor maestro de equitación que esos niños tienen. No me refiero a ellos, sino a los niños más grandes. Los más grandes —repitió, sacudiendo la crin— son distintos, hay que domarlos, como se nos domó a nosotros cuando éramos potros, para que sepan cómo son las cosas. Los niños más pequeños me habían montado durante casi dos horas, y entonces los más grandes pensaron que les tocaba su turno; y así era, y yo estaba de acuerdo. Montaron por turnos, y los llevé al galope por los campos y por todo el huerto durante una hora larga. Cada uno había cortado un gran palo de castaño para utilizarlo de fusta, y la empleaban con una dureza excesiva; pero yo me lo tomé bien, hasta que pensé que habíamos tenido suficiente, de manera que me detuve dos o tres veces para hacérselo comprender a modo de advertencia. Esos niños piensan que un caballo, o un poney, es como una máquina de vapor que funciona sin parar y todo lo rápido que a alguien se le antoje; nunca piensan que un poney pueda fatigarse o pueda tener sentimientos; de manera que, como el niño que me fustigaba no entendía las cosas, no he hecho sino levantarme sobre mis patas traseras y dejar que él resbalara hacia atrás. Eso ha sido todo; volvió a montar, y otra vez hice lo mismo. Luego montó el otro niño, y tan pronto como empezó a usar su varita, lo dejé tendido en el suelo, y así sucesivamente, hasta que estuvieron en disposición de comprender, eso ha sido todo. No son malos niños; no pretenden ser crueles. A mí me agradan; pero, ¿te das cuenta?, tuve que darles una lección. Cuando me llevaron a James y se lo contaron, me parece que se enojó mucho al ver palos tan grandes. Dijo que sólo eran propios de arrieros o de gitanos, y no de jóvenes caballeros. 

— Yo, en tu lugar —intervino Ginger—, les habría dado una buena patada a esos niños, y eso sí les hubiera proporcionado una lección. 

— No lo dudo —dijo Merrylegs—, pero yo no soy tan tonto, y me vas a disculpar, como para querer enojar a nuestro amo o para hacer que James se avergüence de mí; además, esos niños están bajo mi responsabilidad cuando montan; te diré incluso que me son confiados. Sin ir más lejos, el otro día oí que nuestro amo le decía a la señora Blomefield: «Querida señora, no necesita preocuparse por los niños; mi viejo Merrylegs velará por ellos tanto como usted o yo pudiéramos hacerlo: le aseguro que no vendería a ese poney ni por todo el oro del mundo, por el buen carácter que tiene y lo perfectamente digno de confianza que es». ¿Y piensas que soy una bestia tan malagradecida como para poder olvidar lo bien que me han tratado aquí durante estos cinco años, y toda la confianza que se me otorga, y que podría volverme resabioso sólo porque unos niños ignorantes me han maltratado? ¡No! ¡No! Tú nunca estuviste en una casa donde fueran buenos contigo, y por ello no puedes saber, y lo siento por ti, pero déjame que te diga una cosa: las buenas casas hacen a los buenos caballos. Por nada del mundo querría yo enojar aquí a nadie, pues los quiero de veras —dijo Merrylegs dejando escapar un grave resoplido, como lo hacía en las mañanas cuando oía los pasos de James en la puerta—. Además —prosiguió—, si empezara a dar patadas, ¿adónde iría a parar yo? Pues vendido en un instante, con una pésima reputación, y podría hasta encontrarme esclavo de un mozo de carnicería, o trabajando a morirme en algún lugar de veraneo costero donde yo no le importara a nadie si no fuese para comprobar la velocidad que puedo alcanzar. También podría encontrarme enganchado a una carreta, con tres o cuatro hombretones azotándome, camino de una fiesta un domingo, como he visto con frecuencia en la casa donde vivía antes de venir para acá. No —añadió, sacudiendo la cabeza—, espero no acabar nunca de esa manera.

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