XVIII. En Busca del Médico

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Una noche, días después de la marcha de James, me había comido el heno y dormía plácidamente sobre mi lecho de paja, cuando de pronto me despertó la campana de la cuadra, que tañía muy fuerte. Oí que abrían la puerta de la casa de John y que él corría hacia la mansión. Volvió enseguida, abrió la puerta de la cuadra y entró gritando: 

—Despierta, Belleza; llegó el momento de demostrar lo que vales. 

Y antes de que pudiera siquiera darme cuenta, me había ensillado y me había colocado la brida. Corrió a buscar su capa y luego me llevó a buen trote hasta la puerta de la mansión. Allí estaba el señor con un farol en la mano. 

—Corre, John —dijo—, corre como si te fuera la vida en ello; es decir, corre porque en ello va la vida de tu ama. No hay un segundo que perder; dale esta nota al doctor White, deja que el caballo descanse un poco en la posada y vuelve lo más rápido que puedas. 

John dijo a todo que sí y en un segundo ya estaba sobre mi lomo. El jardinero que vivía en el pabellón había oído sonar la campana y estaba preparado, con la verja abierta, y allá nos lanzamos a través de la finca y del pueblo, colina abajo hasta que llegamos a la barrera. John dio una voz y aporreó la puerta; el hombre salió enseguida y abrió la puerta de par en par. 

—Mantenga la puerta abierta para cuando venga el médico —dijo John—. Aquí tiene el dinero —y volvimos a galopar. 

Ante nosotros, siguiendo el cauce del río, se extendía un largo camino llano. John me dijo: 

—Ahora, Belleza, da lo mejor de ti. 

Y así lo hice. No necesitaba látigo ni espuela, y galopé lo más rápido que pude durante dos millas; no creo que mi viejo abuelo, que ganó la carrera en el hipódromo de Newmarket, pudiese haber ido más rápido que yo aquella noche. Cuando llegamos a la altura del puente, John me retuvo un poco y me acarició el cuello. 

—¡Bravo, Belleza! Mi buen y viejo amigo —dijo. De haber sido por él, me habría permitido ir más despacio, pero mi ardor era tal que me lancé otra vez al galope tan veloz como antes. Hacía un aire helado, brillaba la luna y la temperatura era muy agradable. Pasamos por un pueblo, luego por un bosque oscuro, después loma arriba y loma abajo, y tras galopar ocho millas, llegamos a la ciudad y recorrimos sus calles hasta desembocar en la plaza del mercado. Sólo se oía el retumbar de mis cascos sobre el empedrado, pues todo el mundo dormía. El reloj de la iglesia dio las tres cuando llegamos a la puerta del doctor White. John llamó dos veces y luego aporreó la puerta con toda su fuerza. Se abrió una ventana de par en par y el doctor White, con su gorro de dormir, asomó la cabeza y preguntó: 

—¿Qué quiere? —La señora Gordon está muy enferma. El amo quiere que vaya inmediatamente; cree que ella morirá si usted no llega a tiempo. Aquí tiene esta nota. 

—Espere —dijo—. Ya voy. 

Cerró la ventana y de inmediato apareció en la puerta. 

—El problema es que mi caballo ha estado fuera todo el día y está agotado —dijo—. Acaban de llamar a mi hijo y se ha llevado el otro caballo. ¿Qué podemos hacer? ¿Me presta usted el suyo? 

—Ha venido galopando casi todo el camino, señor, y quería dejarlo descansar aquí. Pero no creo que mi amo se opondría, si a usted le parece bien, señor. 

—De acuerdo entonces. Estaré listo enseguida. John permaneció junto a mí y me acarició el cuello. Yo tenía mucho calor. El doctor volvió con su fusta. 

—No la necesita, señor —le informó John—. Belleza Negra correrá hasta caer rendido. Pero cuide bien de él, señor, si puede. No querría que le ocurriera nada. 

—No, John, por supuesto que no —respondió el doctor. 

Un minuto más tarde, ya estábamos lejos. No diré nada del camino de vuelta; el doctor era más corpulento que John y peor jinete. No obstante, yo me esforcé al máximo. El hombre de la barrera había dejado abierta la puerta. Cuando llegamos a la colina, el doctor me frenó. 

—Bueno, mi buen amigo —dijo—, descansa un poco. 

Me alegré de que dijera eso, pues estaba casi agotado; ese descanso me ayudó a continuar y pronto llegamos a la finca. Joe estaba en la puerta del pabellón, y mi amo en la puerta de la mansión, pues nos había oído llegar. No dijo una sola palabra. El doctor entró en la casa con él y Joe me condujo a la cuadra. Yo estaba contento de llegar a casa, me temblaban las piernas y sólo tenía fuerza para quedarme de pie, jadeando. Estaba tan bañado en sudor, que este me chorreaba por las patas, y todo mi cuerpo exhalaba vapor, a decir de Joe, como una tetera sobre el fuego. ¡Pobre Joe! Era joven y pequeño, y tenía aún muy poca experiencia. Su padre, que hubiera podido ayudarlo, había ido al pueblo más cercano a hacer una gestión; pero no me cabe duda de que Joe lo hizo lo mejor que supo. Me frotó las patas y el cuerpo, pero no me cubrió con mi cálida manta; pensó que yo tenía tanto calor que no me gustaría. Luego me dio un cubo de agua entero para beber; el agua estaba fría y era muy agradable, así que me la bebí toda. Después, un poco de heno y de maíz, y, pensando que había obrado bien, se marchó. Pronto empecé a temblar y a tiritar y me quedé completamente helado. Me dolían las piernas, el lomo y el pecho, y sentía un malestar por todo el cuerpo. ¡Oh, cómo echaba de menos mi manta calentica mientras temblaba! Deseé que estuviese allí John, pero le quedaba una caminata de ocho millas, de manera que me tumbé sobre la paja y traté de dormir. Mucho después oí a John en la puerta. Emití un quejido, pues tenía grandes dolores. En un segundo se plantó a mi lado y se agachó junto a mí. No podía decirle cómo me sentía, pero él parecía darse cuenta. Me cubrió con dos o tres mantas y luego corrió a casa a buscar agua caliente; me preparó unas gachas, me las tomé y luego creo que me dormí. 

John parecía muy enojado. Hablando consigo mismo, repetía, una y otra vez: «¡Estúpido, estúpido! Mira que no ponerle una manta, y seguramente le dio agua fría. Los niños no sirven para nada». Pero Joe era un buen muchacho a pesar de todo. 

Yo estaba muy enfermo; una gran inflamación me había afectado los pulmones, y no podía respirar sin que me doliera. John me cuidaba noche y día, se levantaba dos o tres veces en mitad de la noche para venir a verme; mi amo también venía a menudo para ver cómo me encontraba. 

—Mi pobre Belleza —dijo una vez—, mi buen caballo, le salvaste la vida a tu ama. ¡Sí, Belleza, le salvaste la vida! 

Me alegró mucho oír aquello, pues, según parece, el médico había dicho que, de haber esperado un poco más, habría sido ya demasiado tarde. John le dijo a mi amo que jamás en su vida había visto a ningún caballo ir tan rápido, que era como si el caballo entendiese lo que estaba ocurriendo. Por supuesto que yo lo entendía, aunque John pensara que no; por lo menos, yo sabía que John y yo debíamos ir lo más rápido posible, y que era por mi ama.

Belleza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora