XXIII. Un Intento de Liberación

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Un día, milady bajó unas horas después de lo habitual, y el murmullo de la seda de su vestido se hizo oír más de lo acostumbrado. 

—Llévame a casa de la duquesa de B... —dijo. Y tras una pausa, añadió—: ¿Es que nunca vas a levantar las cabezas de esos caballos, York? Levántalas de una vez, y pongamos fin a estos mimos y a estas tonterías. 

York se acercó primero a mí, mientras el mozo se colocaba junto a la cabeza de Ginger. Me echó la cabeza para atrás y ajustó tanto la rienda que resultaba casi intolerable; luego fue hasta Ginger, que sacudía con impaciencia la cabeza de un lado a otro del bocado, como acostumbraba hacer últimamente. Ella sabía bien lo que iba a ocurrir. En el momento en que York sacó la rienda de la argolla para acortarla, aprovechó la ocasión y se encabritó de forma tan repentina que lo golpeó brutalmente en la nariz, tumbándole el sombrero, mientras que el mozo estuvo a punto de caerse. Ambos se lanzaron inmediatamente a su cabeza, pero ella era tan fuerte como ellos juntos y se puso a dar coces, a encabritarse y a lanzarse hacia delante desesperada. Por fin, golpeó con los cascos la lanza del carruaje y cayó al suelo, después de propinarme una buena patada en el cuarto izquierdo. No hay manera de saber qué otros daños podría haber provocado si York no llega a sentarse enseguida sobre su cabeza para impedir que siguiera forcejeando, a la vez que gritaba: 

—¡Desengancha al caballo negro! ¡Corre a buscar el cabrestante y desmonta la lanza del carruaje! ¡Que alguien corte las correas si no se pueden desenganchar! 

Uno de los lacayos corrió a buscar el cabrestante, y otro trajo un cuchillo de la casa. El mozo no tardó en liberarme de Ginger y del carruaje, y me condujo a mi box. Me encerró allí sin más y corrió junto a York. Yo estaba muy nervioso por lo que había sucedido, y de haber tenido costumbre de patear o de encabritarme, estoy seguro de que lo habría hecho; pero no era el caso, de modo que permanecí allí, enojado. Me dolía la pata, mi cabeza seguía prisionera de la argolla enganchada a la silla y no tenía posibilidad de bajarla. Estaba muy afligido, y me sentía inclinado a patear al primero que se me cruzara. 

Pero Ginger no tardó mucho en volver, conducida por dos mozos, con el cuerpo cubierto de heridas y magulladuras. York vino con ella y repartió órdenes, y luego se acercó a mí. Liberó mi cabeza inmediatamente. 

—¡Maldito engalle! —dijo para sí—. Sabía que de un momento a otro tendríamos algún problema. Milord se pondrá furioso. Pero si un marido no puede imponerse a su esposa, mucho menos puede hacerlo un sirviente; de manera que yo me lavo las manos, y si la señora no llega a tiempo a la fiesta campestre de la duquesa, yo no puedo hacer nada. 

York no dijo esto delante de los sirvientes; siempre hablaba respetuosamente ante ellos. Luego recorrió todo mi cuerpo con la mano y pronto encontró el lugar donde había recibido el golpe. Tenía inflamada la parte alta de mi jarrete y me sentía dolorido. Ordenó que me limpiaran la zona con agua caliente y me aplicaran algún ungüento. 

Lord W... se enojó mucho cuando se enteró de lo ocurrido. Le echó la culpa a York por ceder a la voluntad de milady, a lo que este replicó que, en un futuro, preferiría recibir órdenes sólo de milord. Pero creo que al final no fue así, porque nada cambió. Pensé que York podría haber defendido mejor a sus caballos, pero tal vez yo no sea quién para juzgar. 

Nunca volvieron a enganchar a Ginger al carruaje, y cuando se recuperó de sus heridas, uno de los hijos menores de lord W... dijo que la quería para él, pues estaba seguro de que sería un buen caballo de caza. En cuanto a mí, todavía debía tirar del carruaje, con un nuevo compañero llamado Max. Siempre había llevado el engalle, y le pregunté cómo podía soportarlo. 

—Pues bien —dijo—, lo soporto porque es mi deber, pero me está acortando la vida, y también acortará la tuya si te obligan a llevarlo. 

—¿Tú crees —le pregunté yo— que nuestros amos saben lo malo que es para nosotros? 

—No sabría decirte —contestó—, pero los tratantes de caballos y los veterinarios lo saben muy bien. Recuerdo una vez cuando estaba con un tratante que nos enseñaba a mí y a otro caballo a trabajar en pareja. Nos iba levantando la cabeza, como decía él, un poquito más cada día. Un caballero que se encontraba allí le preguntó por qué lo hacía, y él respondió: «Porque si no lo hacemos así, nadie comprará estos caballos. Los londinenses siempre quieren que sus caballos lleven la cabeza bien alta y que caminen levantando bien las patas. Por supuesto, es muy malo para los caballos, pero bueno para el negocio. Pronto los animales se agotan, o enferman, y entonces vienen a buscar otro par de caballos». Esto es lo que le oí yo decir —concluyó Max—, así que puedes juzgar tú mismo. 

Lo que sufrí durante cuatro largos meses con ese engalle en el carruaje de milady sería difícil describirlo. Pero estoy seguro de que, de haber durado mucho más tiempo, mi salud o mi temperamento se habrían resentido. Antes de entonces, yo no había conocido nunca lo que era echar espuma por la boca, pero ahora el efecto del afilado bocado sobre mi lengua y mi mandíbula, y la posición forzada de mi cabeza y mi cuello, me hacían echar espuma por la boca en mayor o menor medida. Algunas personas, al verlo, piensan que es una señal de estilo y dicen: «¡Qué criaturas más bellas y fogosas!». Pero echar espuma por la boca es tan poco natural para un caballo como lo es para un hombre. Es una señal clara de alguna molestia que habría que remediar. Aparte de eso, sentía una presión en la tráquea que me hacía respirar con dificultad. Cuando volvía del trabajo, tenía el cuello y el pecho rígidos y doloridos, la boca y la lengua sensibles, y me sentía agotado y deprimido. 

En mi antiguo hogar siempre supe que John y mi amo eran mis amigos; pero aquí, aunque recibiera un buen trato de muchas maneras, no tenía amigo alguno. Tal vez (yo diría incluso que es bastante probable) York supiera cuánto me mortificaba el engalle, pero supongo que lo tomaba como un hecho contra el que nada se podía hacer. Sea como fuere, no se hizo nada para aliviarme.

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