-¿Y entonces? - Se inclinó sobre el escritorio apoyando sus codos y entrelazando los dedos.
Levanté la vista, me estaba observando directamente a los ojos.
-Nada, eso es todo. – Le regalé una sonrisa muy tenue.
-¿Y cómo te sentiste? – Interrogó.
El reloj marcaba las 16.50, era una tarde otoñal. Faltaban solo minutos...
-¿Sinceramente? – Pregunté por seguridad.
Miró de reojo hacia a un costado y se encogió los hombros. Volvió su vista hacia mí y me sonrió.
-Sería lo correcto. – Contestó dejándose caer sobre el respaldo de su silla.
En ese momento empecé a recordar cómo había sido. Como se había sentido.
Suspiré, cerré los ojos y me dejé llevar por el recuerdo.
Mi nombre es Emilia. Nací en Buenos Aires, capital. Uno de los días más fríos de esa época. Fui concebida el veintiocho de junio del año 1995, pesando 3 kilos y medio.
Mi mamá, María, una maestra de treinta años (actualmente cuarenta y nueve), con pelo negro y rizos muy pronunciados. Con un ideal tono de piel que varía entre moreno y blanco y ojos color marrones, pero claros. Me recibió con lágrimas cayendo de unos ojos cargados de cansancio y un amor eterno que solo las madres pueden comprender. Y mi papá esperando afuera, caminando de un lado a otro bastante nervioso. Se llama José, tenía, en ese momento, unos treinta y cinco años, piel blanca, pelo castaño oscuro y ojos marrones oscuros.
Obviamente no tengo recuerdos de ese momento, más que una carta en un álbum de fotos donde mi mamá me contaba cómo se sintió y cómo lo vivió muy resumidamente. A pocos días de mi llegada, según ella, nos dieron el alta y volvimos a casa con papá y Franco, mi hermano mayor.
Meses más tarde, papá se fue de casa. No lo volví a ver hasta años más tarde o, al menos, no recuerdo haberlo hecho, pero sí recuerdo el día en que un hombre llegó a casa y tuve el atrevimiento de preguntarle a mi mamá si él era mi padre, a lo que ella respondió, entre risas, que no. Era solo una niña, no entendía por qué solo vivía con ella y Fran, pero tampoco me lo planteaba. Además, al poco tiempo de esa situación, me llevaron a casa de papá a verlo.
Todas las vacaciones, los feriados y los días libres iba a dormir a la casa de Perfecto y Ramona, mis abuelos. Ellos siempre me contaban anécdotas de sus largas vidas y yo, completamente fascinada, esperando poder ser un día como ellos y hacer las cosas que hacían, aprendiendo de sus errores e imitando sus logros. Nunca quería volver con mamá, me sentía sola. Pasaba toda la mañana en casa llamando a mi abuelo por teléfono mientras ella trabajaba y Fran iba a la escuela. Apenas llegaban, mamá me ponía el guardapolvo y me llevaba a preescolar.
Gran parte de mi miedo a la soledad nació de esas largas horas esperando su regreso, mirando fotos de los tres juntos, y temiendo a que no volvieran a casa, temiendo que me abandonaran. Mamá se dio cuenta de que era duro para mi pasar tanto tiempo sola y decidió contratar una niñera.
Su nombre era Rita. Una agradable mujer de cuarenta años, alta, pelo corto y oscuro, tenía una sonrisa que transmitía toda esa amabilidad y esa paciencia que se necesitaba para cuidar a una niña tan complicada como yo.
Todas las mañanas me despertaba con una taza de chocolatada y un plato con unas pocas galletas. Me hacía ver tele un rato mientras limpiaba y, al terminar, jugaba y charlaba conmigo durante el tiempo restante. Me contaba sobre su hija, sus perros y sobre los otros chicos que cuidaba, me preparaba y me llevaba a la escuela antes de que llegara mamá.
Cuando volvía por la tarde solía salir a jugar con Fran y nuestros amigos. Mi familia siempre me contó que, en ese tiempo, yo era muy mal llevada y hacía llorar a mis amigas haciéndoles maldades. Cuando comenzaba a anochecer nos despedíamos y volvíamos a casa. Mamá nos esperaba con la comida hecha y, una vez que terminábamos, nos ayudaba a hacer la tarea para luego bañarnos e ir a dormir.
Mis cumpleaños no me gustaban tanto como a mis amigos. Mamá siempre llegaba tarde, papá casi nunca iba. Me la pasaba rodeada de gente desconocida y amigos y no me agradaba. Muchas veces recuerdo haber llorado en el baño porque quería que mi familia esté ahí, no solo Fran. Sin embargo, a pesar de que me dolía, era otra situación que jamás me planteaba ni preguntaba.
Los años pasaban como si nada, yo seguía creciendo junto con Fran. Al principio peleaba mucho con él, nos llegamos a herir muchas veces y, en ocasiones, tuvieron que llevarnos a urgencias. Sin embargo, con el tiempo, fuimos haciéndonos más unidos que nunca.
A la edad de ocho años, mamá empezó a traer muy frecuentemente a sus amigas a casa. Dos de ellas traían a sus hijas, Miranda, de cinco años, y Agostina, de mi edad. Cada vez que nos íbamos a jugar podíamos oír que nuestras madres hablaban en voz baja y se reían, pero siempre lo ignorábamos. Hasta que un día, durante una de estas cenas, nos llamaron a Fran y a mi para hablar con nosotros. Mamá tenía una noticia que darnos.
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El final del túnel.
Non-FictionSoy Emilia, una joven de veinte años que atravesó una adolescencia que se había tornado completamente catastrófica, al punto de convertirme en una víctima de depresión y ansiedad. Durante el transcurso de los capítulos relataré mi vida o, al menos...