-38º de fiebre. No presenta síntomas de nada. Probablemente, si duerme un rato, se le pase. Si surge algún problema, pueden llamarme. – Dijo cerrando su maleta.
-Gracias, doctor. – Dijo mamá.
A pesar de tener solo diez años, me las ingeniaba para calentar el termómetro y simular fiebre. No quería levantarme, no quería salir de casa. Hacía un año ya que papá había vuelto a casa y la situación solo empeoraba con el paso de los días. Peleábamos, al menos, una vez al día. Llegamos a tener discusiones fuertes donde él terminaba yéndose a caminar, mamá estresada y yo llorando. No podíamos llevarnos bien. Éramos dos polos opuestos, chocábamos todo el tiempo. Si no era porque yo jugaba bruscamente con Ema, era porque salía mucho a jugar, o por mis malas notas, o porque me peleaba con Fran, o, en la mayoría de los casos, por idioteces que eran absolutamente carentes de sentido. No teníamos freno, siempre nos alterábamos.
A mis doce años, Fran se iba de viaje a Córdoba durante todo un fin de semana con su curso de la escuela. Esa madrugada todos lo acompañamos a esperar el colectivo que lo iba a llevar. Al regresar a casa, fui la última en entrar. Me dí media vuelta con intención de cerrar la puerta y, entonces, se desató la discusión que agotó la paciencia de mamá.
-¡Emilia! ¡¿Cómo no vas a cerrar la puerta?! ¡¿No ves que nos pueden entrar a robar?! – Gritó papá mientras cerraba la puerta de un golpe.
-Estaba a punto de cerrarla, ¿no viste? – Respondí agresivamente.
-Pero, ¿qué sos? ¿Idiota? ¡¿No te das cuenta que hay muchísima inseguridad?!
Rompí en un llanto desconsolado, me sentía devastada. ¿Por qué me trataba así? ¿Cuál era la necesidad de ser tan agresivo? Jamás le habría dicho algo así. Me fui corriendo a mi habitación mientras oía detrás de mi a mamá reprochándole a papá su actitud. Me derrumbé sobre la cama, me seguía haciendo la misma pregunta: "¿Por qué?". Nuestra relación no parecía tener remedio alguno, se veía como si el rencor de su ausencia y la fuerza de mi rechazo hubiesen consumido todo, nos destruíamos, nos hacíamos daño. Era un constante "tira y afloja", intentábamos muchas veces llevarnos bien, compartir momentos, ser como un padre y una hija, pero, lamentablemente, todo lo que se fuerza se rompe.
Pasaron solo minutos hasta que mamá llegó a mi cuarto con un poco de helado a consolarme. Esa noche me dormí con mi cabeza sobre su regazo. Ella sabía dar las palabras justas para hacerme sentir bien. Y eso me ponía peor. Estaba intentando reconstruir su familia y todo lo que hacíamos papá y yo era complicarlo. La estresábamos, ella siempre quedaba en el medio. Me sentía en falta, no fue la madre más presente del mundo pero jamás me negó su amor, sus consuelos, sus abrazos y, sobre todo, su compañía.
Esa noche no dormí bien, tuve una pesadilla donde papá decía no quererme ni aceptarme mientras se iba con mamá, Ema y Fran. Me desperté llorando, me levanté, di vueltas por la casa y no me volví a acostar hasta las cinco de la mañana. Tenía miedo, sentía una sensación extraña en mi pecho, era la primera vez que experimentaba ese "vacío" del que tanto todos hablan. Se siente como si no hubiese absolutamente nada, ni siquiera el corazón. Estaba muy asustada y, también, muy angustiada.
Al otro día, mamá dio el punto final al problema y decidió que papá y yo iríamos a la psicóloga. Ambos por separado. No nos negamos, debíamos y queríamos darnos esa última chance de ser como una familia, de poder charlar sin gritar, de poder ir juntos a lugares distintos sin tener que evadirnos. Además, recientemente me habían cambiado de escuela y había empeorado demasiado mi situación social y escolar. Lo cual, preocupaba mucho a mamá.
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El final del túnel.
Non-FictionSoy Emilia, una joven de veinte años que atravesó una adolescencia que se había tornado completamente catastrófica, al punto de convertirme en una víctima de depresión y ansiedad. Durante el transcurso de los capítulos relataré mi vida o, al menos...