Prólogo

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Podía sentir los latidos del corazón en los oídos, como si fueran una especie de tambor fúnebre que le indicaba lo nervioso que estaba; sentía las manos sudorosas y frías, en contraste con el calor que sentía en el resto del cuerpo, en especial en el rostro. Quería inspirar profundamente hasta llenar por completo sus pulmones, pero sentía una opresión feroz en la garganta y en la boca del estómago, tan característica de los nervios.

Aunque no sabía si todo eso se debía realmente a los nervios, o a la carrera veloz que había hecho desde que había salido del Gran Comedor, hacía apenas unos 15 minutos. Seguramente había quedado como un imbécil, enajenado como si estuviera bajo el efecto de alguna poción de idiotez momentánea, muy poderosa.

A sus cortos 11 años, Albus Potter sentía demasiadas emociones que no podía controlar.

En la oscuridad de su habitación, de su nueva habitación, ahora que ya le habían asignado una, desde ese momento hasta sus 17 años, intentó calmarse, distrayendo su mente observando el mobiliario. Era muy diferente a como su padre les había comentado cuando eran niños; la habitación era muy amplia, y sólo había dos camas, igualmente amplias, con un acolchado claro de un color indescifrable por la penumbra. Los muebles eran muy bonitos, aunque no entendiera mucho sobre ellos...parecían tallados a mano, lustrados, nuevos, de un color muy oscuro, quizás negro, no podía decirlo bien.

Había dos puertas blancas, y una de ellas también estaba finamente tallada, por lo poco que podía ver a través de la tenue lámpara que había encendido, la cual despedía una luz mortecina, siniestra, como si supiera el cariz de sus emociones. Suponía que aquella puerta daba al baño. Le hubiese gustado comprobar si aquella recámara era tan amplia como la de la habitación. Eso sólo si la curiosidad le hubiese ganado al desazón, y le hubiese permitido moverse de su cama.

Sentado allí, elevó la vista hacia el dosel de su cama. Sus cortinas eran oscuras, y le pareció que eran verdes. O negras. Estiró un brazo y acarició una de ellas. Parecía terciopelo.

Aquel lugar era cómodo, amplio, hermoso. Pero frío y solitario, sobrio y en algún punto podía decir que presuntuoso.

Las palpitaciones en sus oídos menguaron hasta casi desaparecer, y podía sentir como el aire entraba frío y refrescante a sus pulmones, por completo. Se sentó en la mullida cama, mirando el suelo. Madera, parqué. Oscura.

Se permitió tirarse hacia atrás, comprobando lo mullida que era su nueva cama. Suspiró. Además de su respiración, podía oír el cuchicheo que producía el hurón que tenía por mascota. Se tranquilizó un poco más al oír aquel familiar sonido.

Volvió a sentarse, tenso, cuando oyó risas y pasos acercarse. Temía que los latidos volviesen, y su respiración se agitara otra vez.

Los pasos se alejaron, las risas dejaron de oírse. Todo volvió al silencio sepulcral que acompañaba a la penumbra que gobernaba aquellos corredores y su propia habitación.

Observó de soslayo la otra cama. El equipaje estaba a sus pies, y parecía que el niño que compartiría la habitación con él había decidido quedarse a vivir allí; había por lo menos 4 valijas grandes, y por lo que él llegaba a vislumbrar, dos más sobre ellas, más pequeñas. Todas parecían nuevas, o costosas, qué sabía. Aquel equipaje parecía mimetizarse más fácilmente con aquel lugar que él mismo.

Apagó la lámpara silenciosamente, y se lanzó otra vez en la cama, ésta vez más confianzudo.

Y en la oscuridad de su habitación, sonrió.

Primero fueron sus comisuras, que se elevaron tímidamente, como si temieran que estuviese mal sentir alegría. Después, poco a poco, su boca se tensó en una verdadera sonrisa, protegido como estaba en la reinante penumbra, ahora completa.

Desde que había iniciado el gran banquete – lo único que su tío Ron no había exagerado de Hogwarts, pues había sido realmente grandioso – había experimentado una interesante, pero muy variada gama de emociones: sorpresa, terror, ansiedad, terror de vuelta, mucha ansiedad, desesperación, desazón, otra vez terror...para finalmente llegar a la tranquilidad, y ahora, la alegría. No podía creer que pudiese experimentar sensaciones tan fuertes y a la vez tan opuestas en tan poco tiempo.

Aquel lugar pareció descolocarlo en un primer momento, pero pronto entendió que era por la diferencia abismal que había entre aquello y su propia casa, o la casa de sus tíos, atestadas de cosas, de calor, de familia. Y lejos de incomodarlo, le agradó en grado sumo. Y quizás eso, había comprendido, era lo que lo había puesto ansioso y lo había hecho sentir avergonzado cuando se dio cuenta de ello.

Se había sentido avergonzado al darse cuenta que no extrañaba su casa.

No era que no extrañara a sus padres o a su hermana, no. Los adoraba...pero la tranquilidad y soledad que ése lugar le prometía, lo atraía como lo hacía una llama a las polillas. Había anhelado poder tener su espacio, su tiempo, su soledad y un silencio que le permitiese pensar en paz, y leer, lo que más le gustaba hacer desde que tenía memoria.

Ahora ya no se sentía tan mal...podía llegar a ver lo bueno en todo aquello.

Aunque la pesadez en el estómago no se iba, y sabía por qué. El recuerdo del andén aun lo atormentaba...su padre diciéndole que, pasase lo que pasase, él lo seguiría amando, y su madre también, porque era su hijo. Le recordaba amargamente a tía Hermione diciéndole algo similar a su primo Hugo, cuando no hacía los deberes del colegio muggle o simplemente los hacía mal; le sonaba a beneplácito, a lo que le dirías a alguien de quien esperas más, pero de alguna forma tienes que consolarlo para que no se sienta tan miserable.

Volvió a suspirar.

Ya no había vuelta atrás, después de todo. Con sus padres, a lo sumo, tendría que lidiar en las vacaciones de navidad, y hasta ése momento podría prepararse psicológicamente; hasta podía parecer ofendido, llegado el caso.

Lo que lo había puesto un poco más ansioso era, quizás, su hermano mayor, James. Él si estaba en el colegio, era un año mayor que él, y tendría que aguantarlo todos los días. Había visto su rostro, sí que lo había hecho.

Y dentro de la pequeña desesperación que le había provocado – porque, estaba seguro, había ido corriendo a escribirles a sus padres, como el maldito justiciero que pensaba que era – le había causado regocijo.

Después de todos sus augurios de mala muerte, de sus insistentes bromas y las interminables charlas de moralidad que le había dado a él, Albus no podía sino sentir un cierto placer al comprobar que para James todo aquello había sido una broma de muy mal gusto de su mente, y jamás, en sus más retorcidos sueños, pensó que se haría realidad. A Albus le recordó al cuento muggle que alguna vez su padre le había contado, del pastor que vivía mintiendo acerca de los lobos hasta que ya nadie le creyó, y cuando sucedió realmente había sido demasiado tarde.

Pensó, divertido, que quizás el shock le durara unos cuantos días; o mejor aún, temiera acerarse a él. Ahora era su turno de devolverle la broma.

Volvió a sentarse, por segunda vez, pensando que su compañero de habitación estaba tardando mucho. Frunció el ceño al suponer que era impuntual. Odiaba la impuntualidad.

Se relajó, pensando que estaba siendo prejuicioso en vano. Quizás era aún más responsable que él, si era posible.

En la oscuridad de su habitación, se sintió en paz.

Los Sagrados VeintiochoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora