LA VIEJA ESCUELA

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Cuando observó el proceder de esos jóvenes, sentado en el banco de la Rambla, con. Esa violencia que se gastan, casi siempre innecesaria, me indigno conmigo mismo por no tener veinte años menos y poder echarles en cara un poquito de ética profesional.

Pero tampoco es cuestión de culpar a nadie. Al fin y al cabo, la responsabilidad recae en todos nosotros. Y a caso también en las circunstancias. Aunque tiempos difíciles los ha habido siempre, y sé muy bien de qué me hablo.

Me llamo Ramón Robles y soy oriundo de Madrid, aunque prácticamente he vivido toda la vida en Barcelona, concretamente desde el año 69, la ciudad donde me casé y tuve hijos y, que duda cabe, considero mi hogar y mi patria y el único lugar donde quiero morir. Pues precisamente aquí, incitado primero por la necesidad y luego por puro amor a una forma de vida peligrosa pero nada carente de cierto lirismo, me hice carterista. El responsable, que dios lo tenga en gloria, fue don Narciso Sánchez, más conocido por el sobrenombre de Manitas de Plata, un maestro como la copa de un pino y dígase lo que se diga, una buena persona.

Por supuesto uno no se hace carterista, o al menos de los buenos, de la noche a la mañana. Puesto que requiere de un cincuenta por ciento de talento - o arte, como gustaba llamarlo don Narciso-, y el restante cincuenta es atribuido al interés o ha la voluntad que uno esté dispuesto a entregar a favor de la empresa. O de ese modo me enseñaron a mí, que soy, y disculpen la inmodestia, un referente para los escasos pero auténticos capacitados que quedan en el gremio.

A don Narciso me lo presentó Bartolomé, una suerte de confidente del propio Narciso cuya misión, encomendada o no, era salir a pescar almas  extraviadas y sobre todo necesitadas de una mano auxiliadora. Aunque ignoro si tanta molestia de su parte le fue alguna vez compensada con algo más que una cerveza y un golpecito de aprobación en su ya encorvada espalda. De todos modos, me consta la naturaleza generosa de mi añorado mentor, sobre todo con el trabajo bien ejecutado.

Y lo cierto es que yo, afanado durante casi un año en la ardua labor de alcanzar a comer todos los días, no había escuchado palabra acerca de aquel hombre de corta estatura pero mirada penetrante, cuya fama era prácticamente patrimonio de la ciudad, una fama a veces justa y otras infundadas, propagada tanto por admiradores como por detractores, con las respectivas versiones al uso y sus consecuentes variaciones.

No obstante, el afamado Manitas me pareció un hombre imponente en el momento que lo conocí. Se le asomaba, en cada gesto y en cada palabra, la suficiencia del hombre que ha sabido sobrevivir en todas las circunstancias. Justo lo que yo necesitaba en ese momento: alguien que pudiera infundirme, a través de la experiencia, el grado necesario de confianza.

Don Narciso enseguida me ofreció su casa y protección. Me gusta pensar que la causa, cualquiera que fuere, tuvo a ver con que apreciara alguna virtud especial en mi maltrecha persona. Pues me consta, mejor que a nadie, que Manitas de Plata no era dado a deferencia alguna cuando se trataba de franquear la intimidad de su familia. Porque si algo sagrado consideraba él en esta vida, ese algo era sin duda su mujer, doña Romana, y sus dos hijas, Amparo y Beatríz.

Recuerdo como si fuera hoy, la primera victoria al final de una larga lista de fracasos recurrentes. Aquel día, con la cabeza llena de teoría y el pulso trémulo aunque ambicioso, me tiré a la rambla más concurrida que he visto en toda mi vida, repleta de turistas y toda suerte de viandantes susceptibles de acabar siendo víctimas mías. El botín, en absoluto desdeñable, fue de tres mil pesetas de la época y un par de gemelos de oro y un anillo de diamantes. Y a la alegría propia, e inevitable, se sumó la alegría del maestro y de toda su familia, especialmente evidente en Amparo, la primogénita, con la que llevaba ya un tiempo flirteando de incógnito, o al menos eso pensaba yo.

De ahí en adelante, se sucedieron muchas cosas. Y, como es inevitable, unas fueron buenas y otras peores.

De entre las buenas, quiero destacar, mi matrimonio con Amparo. Luego, el nacimiento de nuestro primogénito, Narciso, y al cabo el del segundo varón, de nombre Ellas. Nunca vi al Manitas más exultante que cuando estaba cera de sus nietos, o, como solía llamarlos el, sus angelitos, hasta el punto de resultar un abuelo demasiado permisivo, malcriado innecesariamente a aquellos dos críos que, de angelitos, no tenían un pelo. Más bien todo lo contrario. Aunque en descargo de don Narciso debo admitir, que daba gusto ver a los niños tan encariñados con el viejo.

De las peores, que ahora recuerde bien, la muerte de Bartolomé. Hecho que a don Narciso entristeció profundamente. Aunque sin duda en grado muy inferior a cuando doña Ramona fue diagnosticada de leucemia, enfermedad larga y dolorosa y en ultima estancia sin remedio, que fue lo que acabo llevándola a la tumba y a la vez arrastrando al propio don Narciso, que nunca más volvió a ser la misma persona y tampoco lo volvió a pretender.

La muerte de don Narciso constituyó, y todavía puedo considerarlo, el peor mal trago de toda mi vida. Pues con el se fue mi maestro, un amigo y un padre. Aunque dado el estado en que el fallecimiento de su esposa le tenia sumido, creo sinceramente que fue lo mejor para él. Dije para él. Pero en absoluto para mí ni nadie de los que le apreciamos verdaderamente.

Cuando mis hijos tuvieron edad de decidir sobre qué hacer con su futuro, ninguno de los dos mostró interés alguno en tomar el testigo de la profesión. Hecho que a mi, particularmente, me molesto. Puesto que entendí como un acto de insolencia imperdonable, primero hacia mi persona y luego hacia el modo de vida del que yo, humildemente, me había valido para ponerlos en el lugar que ocupaban en ese momento y en el que ellos escogieran a partir del mismo. Pero no hay mal que dure lo suficiente, o al menos esa es mi opinión, como para terminar rehusando de los propios hijos. De modo que acabé consintiendo la vocación o lo que fuere que los indujo a seleccionar el camino que tomaron. Aunque interiormente no pudiera estar en mayor desacuerdo. Pues Narciso, cuyo nombre era un homenaje al insigne Manitas, se convirtió en abogado, y, además, en uno de los buenos. Y en el caso de Elias, aun fue peor: aprobar una oposición al Cuerpo de la Guardia Civil, lo que constituía una afrenta a la memoria de aquellos  que sufrimos a causa del infame colectivo.

Pero aquí estoy, aquí sigo, a pesar de todo. Tratando de ser feliz de lo que dispongo. Con el cuerpo dolorido por la artrosis que no me permite anudarme ni los zapatos. Presenciando el funeral de una profesión que hoy, más que nunca, está en mano de gente sin honor y de meros delincuentes.

Dedicado para un nuevo lector que se que esta impaciente por leer lo que el me inspiró un día, para ti Steve, porque es cierto que las cosas de antaño nunca, han de morir en el olvido, gracias por dedicarme un ratito de tu día.

Espero que os guste... para mi un relato entrañable, ¿ para vosotr@s?

Os aviso, que el próximo relato sera algo más picante y con un vocabulario no apto para menores....

¿ Más?

Cretinos, monstruos y fantasmas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora