III

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La noche los atrapó en el camino. La zona de Plenamar no debía estar muy lejos pues ya comenzaba a flotar en el aire ese característico olor a salitre que precede la llagada a las costas. Una acogedora y refrescante brisa nocturna les acariciaba el rostro y les revolvía los desaliñados cabellos. La tierra había dejado de ser polvorosa y reseca para convertirse en suave arena que revoloteaba en espirales empujados por el viento. De las enormes ruinas de "Urbana" ya no quedaba ni el rastro. Todo lo que se alcanzaba a ver en el horizonte, era una extensa planicie retocada con amarillentas pinceladas de moribunda vegetación.

Los amigos detuvieron el carro todo terreno a un costado de la vía, levantaron la tienda de campaña y se acomodaron para pasar allí la noche. Mientras Eddy daba una vuelta por los alrededores del campamento, Melvin cocinaba un poco de cecina ahumada y calentaba el café del día anterior. El olor de la comida, pronto sedujo a su compañero, quien regresó al automóvil con un musical concierto de tripas.

- Muero de hambre. – dijo Eddy al tiempo que se sentaba junto a su hermano. - ¿Cuánto falta para comer?

- Poco. – el negro giró las tiras de carne sobre la pequeña parilla. - ¿Patrullaste el perímetro?

- No hay un alma.

- Bien, con todo pondremos minas antes de irnos a dormir.

- Yo puedo adelantar eso.

- ¡No! – Melvin no tenía apuro con la seguridad. – Lo haremos juntos, cenemos primero.

El plato principal no fue precisamente una delicia, aunque con el hambre que tenían, nadie iba a quejarse. El café no estuvo mal, sobre todo considerando lo que llevaba guardado en aquel oxidado termo. Luego saciar el apetito y antes de acostarse a dormir, los dos cazadores establecieron un sistema de trampas explosivas que los protegerían de ataques nocturnos. Melvin había diseñado aquellos mortales asesinos silenciosos que aguardaban en las sombras la visita de algún incauto. Cada artefacto contenía suficiente dinamita como para volar a tres o cuatro enemigos en mil pedazos y se detonaban al hacer contacto con uno de los invisibles hilos que los reguladores diseminaban en torno a las bombas. Si alguien intentaba sorprenderlos mientras dormían, la tortilla se les voltearía, recibiendo un susto de muerte y eso era literal.

Durmieron a pierna suelta y la noche pasó sin que ocurriese ningún incidente. Antes de que el sol asomará por completo, los reguladores habían recogido y levantado todo el campamento. Se cercioraron de no dejar indicio alguno de su presencia, enterrando todo despojo y desperdicio. Tras la última taza de café y rancias galletas de guarnición, emprendieron viaje. El plan era recorrer los últimos kilómetros que los separaban del pueblo costero más cercano y averiguar allí lo que se sabía del "Remanente".

La primera sorpresa fue que no hallaron el poblado de pescadores que el mapa señalaba. Al principio pensaron que se habían equivocado de ruta pero al dar varias vueltas por la zona, comprobaron lo que temían. La aldea a orillas del mar, había desaparecido como por arte de magia. Y no es que no existieran edificaciones y muelles y botes y redes y cabañas, el asunto era que no había un alma en el desolado caserío. Las desiertas y apestosas callejas parecían abandonadas hacia mucho tiempo. Un intenso olor a pescado podrido parecía confirmar esta idea, pues: ¿Quién sería capaz de soportar semejante olor? No podía ser de otra forma, la gente había escapado del lugar.

Estaban por salir del pueblo para continuar su camino, cuando el vuelo rasante y circular de un buen número de aves de rapiña despertó la curiosidad de Melvin.

- ¿Ya viste eso, Eddy? – con el dedo índice señaló al cielo.

- ¡Sí, lo vi! – afirmó el otro. - ¿Qué crees que sea?

Otro Día en el ApocalipsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora