esta es otra wea chau

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Un retrato de óleo. Un enorme cuadro bellamente pintado de quien había sido Luis XIV, con los oropeles de oro adornando su uniforme, la nariz enorme, hasta la peluca blanca empolvada, cada mínimo detalle pintado a suaves pinceladas sobre la tela entretejida del marco de madera; brillaba con intensidad sobre la chimenea, con presencial opulencia, absoluta como el propio Luis, sobresaliendo con elegancia entre los muchos otros retratos hechos a mano que yacían igual, colgados alrededor en la pared. Los retratos dispuestos sobre la pared ópalo de diseños cuadrangulares eran infinitos; uno volteaba la mirada y terminaba encontrándose con un caballero dentro de su armadura, luego con uvas sobre un recipiente, después con patíbulos y bocetos de escribas famosos; aquel muro era todo una exhibición de arte renacentista, tanto o más que el resto de la casa.

Los esposos Edwards eran, entre otras tantas cosas (como elegantes y poderosos), viles acumuladores; y ellos no temían anunciar, a los cuatro vientos y sin pizca de escrúpulo alguno, que esta semana habían adquirido diez adornos más con los que atiborrar su mansión, barroca como ella misma.

Para cada ocasión y para cada fiesta un plato, ya fuera porcelana china adquirida en una reventa, platería inglesa heredada de un primo lejano e incluso un par de vajillas alemanas compradas en subastas, con sus respectivos cubiertos y copas chirriantes, únicas, exquisitas. Abundaban igual los relojes, los recuerditos, las estatuillas, los premios, las placas de metal con nombres icónicos grabados en el centro, cadenillas y otras baratijas inservibles que abarrotaban cajas de cajas en el ático; sólo las mejores y más bellas tenían el honor de decorar los estantes de cada rincón del palacio, como aquel reloj de manecillas doradas que ahora alababa el señor Franklin, lambiscón como él sólo. Y lo último, pero no menos abundante, eran los muebles. Madre mía, los muebles. Cabe decir que los Edwards guardaban en los cuartos de las plantas superiores cantidades exageradas de colchones de algodón, ya muchos raídos y rotos, almohadas apolilladas, armarios gigantes, armazones de camas y literas, escritorios en los que quizás había guardado un muerto, decenas de sábanas desgastadas y mesillas de noche con la madera ya rasguñada incontables veces por animalillos nocturnos. Necesito que comprendáis que los Edwards eran acumuladores enfermizos, y eso es quedarse corto.

Naturalmente, tales cantidades de material viejo, telas desgastadas y madera enmohecida atraían grillos, arañas, ratas, y otros bichos igual de desagradables que los Edwards trataban desesperadamente de exterminar; tarea de por sí imposible. Pero los que sobresalían con más relevancia fueron los murciélagos que, aunque era una raza vegetariana la que había ido a esconderse bajo el zócalo del jardín, no dejaban de impartir el terror entre visitantes curiosos que paseaban por los caminos de piedra que rodeaban el castillo. Los chillidos estridentes y atemorizantes de los ratoncillos alados, combinados con arañas y otras alimañas que se paseaban por el castillo como quien da un rodeo a su propia casa, el crujir de la madera vieja y lo oscuro y abarrotado de la mansión; se convirtieron en objeto de rumores que se acrecentaron con las semanas, recorrieron la ciudad, y finalmente contribuyeron al crecimiento del interés por la extraña mansión de los Edwards, que tan magnífica reputación de tenebrosa se había ganado.

Louis Tomlinson había oído sobre los rumores que revoloteaban en las bocas de las mozas jóvenes y los hombres viejos aburridos, que rumoreaban como si de un oficio se tratara, y no era que los creyera verídicos ni nada; sin embargo, el querer comprobar lo fidenigno de los rumores le pareció una buena excusa para acompañar a su hermana y a su madre a la fiesta que habría en la tan hablada mansión. Y pues, en las tres horas que llevaba allí, había conseguido comprobar que aquella casona no tenía ni una mierda de embrujada y que los chismorreos eran tan huecos como la gente que los esparcía. Y no sólo se decepcionó por eso, sino porque la verdadera razón de su presencia en esa cena tan aburrida y monótona parecía no haber dado acto de presencia aún.

summer one shots (larry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora