Rutina de oro

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Son las tres cuarenta y siete de la madrugada y don Joaquín apenas logra despertarse de un pesado sueño. Añoraría poder quedarse un segundo más siendo arropado bajo la calidez de sus chamarras, en especial cuando Xelajú suele ponerse muy frío para invierno, pero don Joaquín no puede darse el lujo de llegar tarde un vez más al predio.

Es inevitable no sentir un poco de pereza al levantarse en un congelado lunes y como remedio, el humilde hombre se dirige al baño a tomar una rápida ducha de agua helada. Cojeando con su pierna izquierda y temblando del frío, mamá Chochi le recuerda a su hijo que ya va 20 minutos atrasado, mientras lo espera en la puerta de su casa con unas tortillas doradas recién hechas y frijol parado para desayunar en el camino.

Joaquín se apresura al vestirse, toma sus llaves, un gran abrigo de lana y poco antes de marcharse, despide a cinco de sus hijos que continúan en cama. Cuando llega a la puerta, don Joaquín planta un sonoro beso en ambas mejillas de su madre recibiendo muy agradecido su comida, luego de rezar el Ave María y marcharse de su hogar.

De prisa, corre por las principales calles de su colorido pueblo hasta llegar al predio correspondiente. Fermín, el ayudante, ya se encuentra esperándolo al lado del oxidado portón de la entrada. Viste los mismos pantalones que la semana pasada, los viejos tenis sin marca y su chaqueta con pequeños agujeros en las mangas. — ¿Qué le pasó, Patroncito?— Cuestiona Fermín al ayudar a Joaquín abriendo el portón—. Ya me tenía preocupado usted, si tardaba más, yo mismo lo iba a traer a su casita.

— Calla, Fermín. Fue un imprevisto, apúrate o nos quedamos sin viaje.

El predio tiene un aspecto lúgubre en la madrugada, pero es aún peor descubrir que la camioneta de don Joaquín es la única que se encuentra allí porque eso significa que todos sus compañeros le llevan, por lo menos, media hora de ventaja. Refunfuñando y con pesadez, el Patroncito se sube a la camioneta y sin esperar que el motor caliente un poco, arranca y sale a gran velocidad del lugar. Pasada media cuadra, se detiene a esperar que su fiel ayudante se suba y poner marcha al parque municipal. Ve la hora de su reloj, son las 4:05 am, y debe conducir más de 200 km para antes que sean las siete. Casi imposible. Si no se apresura, Miguel Lozano le ganará todos sus pasajeros, eso si no es que ya van de camino con él.

Quince pobres almas esperan en el centro del parque, es mucho menos de la mitad, pero por desgracia, es más de lo que puede pedir ésta vez. Al verlos haciendo fila en la parada, Joaquín disminuye la velocidad, aliviado, y abre ambas puertas de la camioneta permitiendo que Fermín salga apresurado a realizar su trabajo. Gritando a los cuatro vientos, el joven ayudante anuncia que la última "Celeste" sale directo a la capital. Cuando el transporte se detiene, las quince personas no demoran en abordar. Algunos lucen irritados, otros felices. La semana recién inicia, no hay mucho por esperar.

El bus sale cinco minutos más tarde, con otras tres personas más que también se habían atrasado. Don Joaquín da un último vistazo a los pasajeros y sonríe complaciente al ver sus rostros. Conoce a la mayoría, después de ser conductor de camionetas por más de veinte años, es imposible no saber sus nombres, edades, puestos de trabajo e incluso sus asientos preferidos. El señor comete muchos errores a menudo, pero si de algo se encontraba orgulloso, era por estar siempre atento de los viajeros.

Recuerda a Raquel, la estudiante de perito que recién comenzaba con sus prácticas, a Luis el fanático de Los Cremas o, a Ester, la madre soltera que trabajaba en Ministerio de Salud. Reconocía que podía seguir recitando sus nombres hasta llegar a su destino, pero de momento, debía enfocarse en la carretera. Eran muchas curvas, ya comenzaba la neblina y ni mencionar que aún tenía un poco de sueño.

De reojo, observó al desdichado Fermín. El parecido con su hermano era sorprendente, era una lástima que por su culpa hubiera fallecido. Los extorsionadores lo habían amenazado a él varios años atrás, y al no tener dinero suficiente para pagar la deuda, asesinaron a su ayudante. No quiso volver a manejar de nuevo, pero por desgracia, no había otro oficio que pudiera realizar; además debía ayudar a la familia de Fermín y aunque nunca le había parecido una buena idea, contratando al adolescente, su familia sobreviviría de la pobreza.

Mientras avanzan por la carretera, recuerda su desayuno. Le pide al ayudante que coma un poco de tortillas y le deje el resto a él.

En ciertas ocasiones, la camioneta se detiene a recibir más inoportunos pasajeros que salen a la orilla de la carretera. Para darle un mejor ambiente al lugar, Don Joaquín enciende la radio y deja la emisora en que pasan música de los Tigres del norte. Puede que ahora, él se sienta un poco mejor. El día no había comenzado como lo tenía planeado, pero para un conductor como él, las sorpresas siempre son de esperarse.

Joaquín recorre el camino con mucho entusiasmo y deja fuera al mal humor; canta alegre y conduce como si aquel viaje fuera el primero en su vida. La colorida camioneta decora los paisajes, pero las risas de las personas, complacen su corazón.  Sin duda, el ser conductor, es algo que no cambia por nada. Está orgulloso, no posee riquezas en sus bolsillos, pero sí historias de oro.

 Está orgulloso, no posee riquezas en sus bolsillos, pero sí historias de oro

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Inchiostro nero |Completa|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora