Sesión I

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Las maravillas de mi existencia se remontaban a la primera vez que follé con alguien. Nada, ningún evento anterior a ese, marcó mis días tanto como esa primera ocasión en la que mis labios se enfrentaron a la sensación de saborear más que solo una boca.

—Bien, cuéntame —pidió diligente Emilia, tomando una libreta forrada de piel café para anotar lo que fuera que le pareciera relevante.

—De acuerdo. Tenía trece años cuando comencé mi recorrido de experiencias sexuales. Era una niña todavía, según muchos. Desconocía lo que tuviera que ver con la mágica sensación de rozar una lengua con otra en un beso profundo y estremecedor. Era una virgen, estudiante de segundo grado de secundaria en una escuela pública. Nada especial. Siempre me llamaron la atención los chicos, desde que tuve uso de razón. El cuerpo masculino era algo que, en principio, exploraba con los ojos y la imaginación, que desde que nací, fue muy activa. Mi madre, cirujana plástica de profesión, poseía una vasta colección de libros sobre anatomía humana, biología, y miles de cosas que no acababa de comprender, pero que leía cada que se me presentaba la oportunidad hasta satisfacer mi curiosidad. A temprana edad, me di cuenta de que poseía un coeficiente intelectual prominente. Mis calificaciones siempre fueron las mejores y sin necesidad de sacrificio alguno por mi parte, aunque eso no quisiera decir que todo se me diera fácil. Wilma Villarreal, mamá, era una mujer muy estricta, territorial, y detestaba que tomara sus cosas. Solía poner los pretextos más absurdos para que no tocara su preciada biblioteca y sus posesiones: "La mugre de tus manos desgastará mis libros", "Eres demasiado torpe como para valorar lo que he ganado", "Eres tonta, lo tirarás o romperás", "Te doy demasiado como para que ansíes también lo mío", etcétera. En silencio la insultaba y retaba, robándome sus joyas, ropa, zapatos, rayando sus discos de acetato en el estéreo modular que había en la sala de mi casa, arrancando hojas de sus enciclopedias más costosas y, de vez en cuando, destruyendo alguna reliquia que apreciara de forma especial. Incluso llegué a exterminar a su mascota favorita, un pequeño loro azul de Australia. No me creas una sádica. No torturé al pobre animalito, solo le quebré el cuello y no sentí satisfacción alguna al hacerlo, pero sí al ver la reacción de Wilma. Papá se daba cuenta de mi proceder y no me decía nada, por lo que supongo que jamás tuve límites certeros. Eso contribuyó a hacer de mi adolescencia una divina comedia.

—¿"Exterminaste" a un pequeño loro por dañar a tu madre? —inquirió Emilia un tanto preocupada.

—Estaba muriendo de todos modos. Ya ni siquiera tenía plumas.

—¿Eso justifica tus acciones?

—No, pero tampoco las hace tétricas. Lo cierto es que el pajarillo moriría tarde o temprano; yo solo adelanté los hechos. —Respiré profundo, ensanchando el pecho.

—Me parece algo narcisista de tu parte jugar a Dios decidiendo cuándo debe vivir o morir una criatura —murmuró con cautela.

—Suena terrible, lo sé, pero no lo es. No soy psicópata, Emilia. Olvida ese diagnóstico. Analiza bien el contenido de mis oraciones, porque es probable que haya más en ellas que lo que ves a simple vista. Olvida al pájaro. Quería herir a mi madre. Deberías preguntarte, ¿por qué? —sentencié seca.

—De acuerdo. Entonces, ¿consideras que tu modo de actuar hacia ella era correcto? —preguntó con cautela.

—No conozco ese término. Correcto o no, no importa. Era justo.

—¿A qué llamas justicia?

—¿De modo literal? Es una cualidad moral que inclina al ser humano a obrar, respetando verdades universales o acuerdos sociales, dando a cada uno lo que le corresponde —recité de memoria, como muchos otros conceptos aprendidos y almacenados en mi increíble base de datos mental.

"Cuestión de Piel" Donde viven las historias. Descúbrelo ahora