No mires a la cámara

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Al día siguiente hacía un sol esplendoroso. El frío se había disipado para darle lugar a una oleada de calor que obligaba a las inglesas a mostrar sus pálidas piernas y a muchos hombres sufrir por tener que usar saco para trabajar.

Frank había comenzado el día con buen pie. Un aroma de huevos revueltos y salchichas inundó la cocina, haciendo que el estómago de Carol rugiera como un león furioso. Después de todo, ser el ama de casa agotaba mucha energía y su esposo no hacía el desayuno desde hace mucho tiempo.

—¡Mamá! —gritó—. ¿Puedo salir?

Carol se apoyó en el coleto y retiró unos mechones rebeldes de su rostro.

—No me vendría mal que me echaras una mano hija —dijo, casi sin aliento-. Pero no tardes mucho, te estaré esperando.

Agradecida por no ser obligada a limpiar la casa, Violet salió a tomar aire fresco. Aunque el sol brillaba en su máximo esplendor, una brisa fresca corría por el lugar. Sus ojos se pasearon por el vecindario, parecía sacado de una revista de mudanzas, en la cual promocionaban todo sin mostrar ni un defecto.

Tras un largo suspiró, se acostó en el césped, disfrutando del sol y la brisa fresca. Su cabello liso y sedoso color marrón se encontraba esparcido por toda la grama. Cerró los ojos y dio rienda suelta a su imaginación, viviendo en ese lugar, sin su padre, con una enorme cancha de futbol en vez del ridículo jardín. Esbozó una amplia sonrisa, la fantasía parecía mejor que la realidad.

—La grama siempre es cómoda para descansar, aunque yo prefiero un mueble —sugirió Tomás.

Abrió los ojos de un solo golpe y se levantó apenada.

—¡¿Me estabas espiando?! —preguntó, sacudiéndose la grama—. ¿Por dónde has salido? ¿No puedes aparecer cómo la gente normal?

—Mi madre siempre decía que era anormal, pero sé que en el fondo tengo la misma locura que cualquier ser humano —dijo, bajando la mirada.

—Disculpa, no quería ofenderte.

—Tranquila —sonrió—. ¿Qué vas a hacer hoy? Deberías venir al parque de Richmond, no es bueno estar encerrada todo el tiempo —sugirió.

—Me gustaría pero mi padre...

—Tu padre no te deja ir —la interrumpió-. Es sólo un momento, no creo que noten tu falta.

—¿Por qué lo dices? —se levantó y puso las manos en la cintura.

—No se han dado cuenta de que fumas. Estuviste largo tiempo con un desconocido y no salieron antes —hace una pausa—. Se perfectamente cuando unos padres son como los tuyos.

—Mis padres me aman —le dio la espalda y avanzó unos pasos.

—Cómo digas, sólo me aseguraba de hacerte sentir cosas distintas.

Violet se detuvo. Esas últimas palabras rebotaban en su cabeza como una pequeña pelota de goma. Observó por última vez la lujosa casa y recordó cómo cuando era niña observaba a sus amigos marcharse a los campamentos, paseos, y cómo ella se quedaba en casa, con lágrimas en los ojos, tratando de no odiar a sus padres y aferrándose a su oso de peluche, único compañero por las noches. Aunque ahora solo tenía 15 años, parecía ser la misma niña sometida que tenía 8 años; nada había cambiado lo suficiente.

—¿Eso queda muy lejos de aquí? —preguntó Violet aún de espaldas.

—Para nada —esbozó una enorme sonrisa.

Tomás se acercó a la calle y detuvo un taxi. Luego, indicó a Violet que se montara y se dirigieron hacia su destino, el parque de Richmond. Durante el camino, los 2 permanecieron silenciosos. Violet jugaba con su cabello y observaba por el rabillo del ojo a Tomás quién parecía bastante concentrado y pensativo.

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