Capítulo 1. Hanigan

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   —Acércate —me dijo

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   —Acércate —me dijo.

   Obedecí. Cerré los ojos y nos acercamos el uno al otro para, lentamente, unir nuestros labios. El beso fue breve, pero intenso, por lo que pude sentir cómo mi corazón se aceleraba de la emoción. Aspiré el aroma de sus cabellos y me deleité en su mirada, aunque a él no parecía importarle tanto como a mí.

   —Saburô sí ha encontrado buenos sofás esta vez —comentó, cambiando de tercio.

   Sonreí. Así funcionaba nuestra relación: yo me preocupaba por él las veinticuatro horas del día, mientras que él se limitaba a quererme de una manera muy particular. A veces incluso me preguntaba a mí misma si en verdad me amaba, ya que solo parecía estar conmigo por comodidad. Me negaba a admitir que yo sí sentía por él un amor inconmensurable, pero era cierto. Tanto que no me molestaba su distante actitud. De hecho, en más de una ocasión la agradecía, porque lo convertía en un hombre mucho más atractivo y me daba cierta independencia para hacer lo que quisiera.

   —Sí... —susurré, mientras me llevaba la mano al bolsillo para extraer un cigarrillo.

   —Seguro que ya lo ha probado con Haru —replicó él, pidiéndome uno.

   Encendí en cigarrillo poniéndolo entre mis labios y se lo di. Luego prendí uno para mí y me puse a fumar. Pasó un largo rato hasta que retomé el hilo de la conversación porque quería disfrutar de las primeras caladas.

   —No creo que les haya dado tiempo —dije.

   Él enarcó una ceja.

   —Tú no sabes nada... —me soltó.

   En realidad, aquella era su frase favorita: siempre que no sabía qué responderme, decía que yo solo me enteraba de la mitad de las cosas. Fue triste, mucho tiempo más tarde, descubrir que no se equivocaba en lo más mínimo.

   —Como digas —me limité a replicar, tras lo cual volví a mi silencio habitual.

   Pasaron unos pocos minutos cuando entró alguien en la estancia.

   —Qué olor —dijo, sacudiendo la mano, como siempre, para despejar el humo del cigarrillo —. ¿Cuántas veces os tengo que decir que fumar hace mal a la salud? —agregó a modo de reprimenda.

   —Cállate, Saburô, ya sabes que es un vicio —le repuse, aunque aplasté el cigarrillo en el cenicero para obedecer a su demanda.

   —¿Ves, Yûdai? Deberías hacer lo mismo que Satomi —le dijo Saburô a mi novio.

   —Eres mi manager, no mi doctor, déjame en paz —soltó Yûdai, tan obstinado como siempre.

   En ese momento entraron Kouta y Haru. Los saludé, a lo que Kouta me dedicó una de sus habituales sonrisas y Haru se limitó a asentir. Kouta miró a Haru y le despeinó un poco el pelo, a lo que Haru, con auténtico fastidio, se deshizo de su mano y se acercó para sentarse en el sofá, a mi lado. Kouta permaneció en la entrada de la habitación, junto a la puerta, cruzado de brazos. A nadie le extrañó que no se acercase a donde estábamos nosotros, solo lo haría si era estrictamente necesario. Yûdai se puso de pie y se sentó en una silla cerca de Kouta para entablar conversación con él. Yo estaba demasiado cómoda en el sofá como para acercarme a ellos, así que me quedé allí. Giré la cabeza a Haru para intentar hablarle y en el camino pude divisar la mirada lasciva que Saburô le estaba dedicando. Haru, por su parte, no hacía nada por evitarlo, ya que cada vez que desviaba la mirada de la ventana hacia Saburô, le sonreía como una mujercita buscona. Suspiré; ya estaba acostumbrada a ver ese tipo de cosas. Era un secreto a voces que Saburô y Haru se acostaban con asiduidad; por eso tampoco me había escandalizado el comentario de Yûdai. En otro momento, quizás me hubiera parecido demasiado cruel, pero ahora que comprendía cuál era la situación real entre Saburô y Haru, ya no me esforzaba por defender a ninguno de los dos. Además, a pesar de sus defectos, no dejaban de ser mis amigos, por lo que no podía interponerme ni juzgarlos si de esa forma ambos eran felices. Me crucé de brazos e intenté dormitar, ignorando por completo las miradas y sonrisas que se dedicaban entre sí.

   A penas unos minutos después, el último integrante de la banda llegó: Makoto. Yûdai chocó el puño con él y Kouta lo despeinó; era su forma de saludar a sus amigos. Makoto mantuvo la mirada un instante a Yûdai, quien sonrió y se acercó al sofá, seguido del recién llegado y Kouta. Se sentaron a la mesa mientras que Saburô se ponía de pie.

   —Ahora que por fin estamos todos, podríamos hablar del contrato que os conseguí —sugirió Saburô—. ¿Lo vais a firmar o no? —preguntó, tan arrogante como siempre.

   —Es una mierda de contrato. No tengo ninguna intención de firmarlo. Es humillante —dijo Yûdai, cruzándose de brazos.

   Haru se puso de pie y se dirigió a la cocina a preparar café.

   —Perdona, Saburô, pero estoy de acuerdo con Yûdai —terció Makoto, tras rascarse la nuca.

   No era en absoluto de extrañar que Makoto opinara igual que Yûdai, aunque llamaba la atención que Makoto lo apoyase incluso en asuntos que para mí era imposible estar de acuerdo con Yûdai. Sin embargo, siempre consideré que se debía a algo del pasado, a esa amistad que los unía y que se remontaba a antes de mi encuentro con Yûdai. De cualquier manera, ahora yo pensaba lo mismo que ambos.

   —No se trata de lo que queremos, sino de lo que podemos conseguir—explicó Saburô, mientras miraba distraídamente a Haru preparar el café —. Ahora mismo no nos ofrecen ni puestos para vender hot dogs en la calle, tenemos que bajar nuestras expectativas y aprovechar lo primero que nos llegue para después...

   —No te pases —lo interrumpí. Todos me miraron—. Si de verdad tenemos talento para triunfar, alguien lo sabrá distinguir y se interesará por nosotros. Si ese alguien viene con prepotencias es que solo quiere sacarnos dinero.

   —¡Claro que quieren sacar dinero! ¡Es su trabajo! —gritó, enfadado.

   Enmudecimos. Saburô podía ser desagradable cuando quería –y cuando no, también–, pero estaba en lo cierto. En la industria de nuestros días lo que importa no es la música en sí, sino el dinero que de ella se pueda extraer. Y por mucho que nos pesase, nosotros mismos buscábamos sacar dinero de ello, por muy apasionados que fuésemos en la elaboración de nuestro arte.

   —Haced lo que queráis, pero es la primera vez en dos años que nos ofrecen un contrato. Como manager me veo obligado a deciros las opciones que hay y a aconsejaros lo mejor, pero la decisión final no me corresponde a mí —concluyó.

   Tras decir esto, Saburô se puso de pie y se dirigió a la cocina, donde conversó con Haru calmadamente. Me quedé mirando a Yûdai, que apretaba los dientes y mascullaba palabras inaudibles. Makoto lo miraba con cierta preocupación y Kouta observaba los pájaros pasar por delante de nuestra ventana. De pronto, Yûdai se levantó y, con la caja de cigarrillos, se disculpó y salió. Me puse de pie para seguirle, pero Makoto me indicó que iría él.

   —No me gustaría que te tratase mal —me dijo.

   Makoto era el más comprensivo de todos, incluso más que el propio Kouta. Siempre se preocupaba por armonizar el ambiente y yo notaba el cuidado especial que me dedicaba. Precisamente por eso ahora se encargaba del malhumorado Yûdai y cargaba él mismo con el peso del ataque de ira de Yûdai. Asentí y me senté a la mesa junto a Kouta, quien me sonrió y volvió a sus pensamientos. Me uní a esa profunda reflexión mirando por la ventana, tal y como hacía él.  

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