Pompa 1

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Lena.

Cuando desperté, tenía la boca pastosa y la garganta reseca. Nada más incorporarme, comencé a toser. Mi lengua no era más que un estropajo inerte en una cavidad, mi esófago, un conducto destrozado por ácido y bilis.

Me sentía tan débil, tan muerta, que me costaba no creer que en pocos minutos empezaría a volverme transparente y todos podrían ver a través de mis huesos.

Mis huesos podridos, carcomidos por la envidia y el auto convencimiento de que menguar sería la mejor opción.

No podía culparlos; Todo el problema estaba en la mente. Mi mente. Podrida.

Podrida, podrida, podrida.

Así estaba yo.

Podrida y enferma.

Y ahora lo aceptaba. Como un hecho natural.

El ser humano es un ser enfermo ya de por sí. Solo que yo lo estaba un poquito más.

Era veintidós de julio, cuando empecé a escribir una carta.

Una carta que rompería el lazo que había estado apartando a mi mente de la cordura.

Cinco meses después

Leo.

No recordaba haber estado tan emocionado y feliz en ningún momento de mi vida. Raquelle había hecho lo imposible para lograr inscribirme en el cursillo de Diseño y artes que daría lugar en Orleáns, no muy lejos de Nantes, a pesar de que la edad mínima para entrar eran los trece años, y yo cumpliría los doce el cuatro de enero. Según me había dicho, había plazas de sobra, puesto que a los monitores y profesores no le importó demasiado.

Llevaba una pequeña maleta para aquellos cinco días, en los que podría empaparme de conocimientos artísticos, técnicas...

Pero mi mayor ilusión era hacer amigos.

No era una persona sociable, había que admitirlo. Siempre me había considerado más inteligente que los demás, moral y académicamente, sin prepotencia. Había preferido la soledad en todo momento. Es más, en los casi seis meses que llevábamos en Nantes, no había hecho ninguna amistad. Todos los chiquillos de mi edad eran muy alocados. Escandalosos. Querían resaltar en todo momento, querían ser especiales, ser únicos. Y no se enteraban de que cuanto más buscaban eso, más en la multitud ordinaria se enterraban.

Sí, tenía esperanza, tenía ilusión de conocer a gente mayor. A gente con ideas claras, a gente de la que poder aprender.

Y sí, tenía prisa en crecer, tenía prisa en ser tratado como un adulto, tenía prisa, porque quería que me tomasen en cuenta, que me escucharan.

Al ser pequeño, siempre habían intentado ocultarme cosas. El divorcio de mis padres a principios de verano, el cual se palpaba con los cinco sentidos. Los dramas de mi hermana adolescente, quien siempre parecía tener toda la mala suerte del mundo...O había parecido, ya que ahora era feliz.

Iba a mi lado en el coche de siete plazas de mis tías. Conducía mi tía Michelle y de copiloto iba mi madre. Las demás, tristemente, se enfrentaban ante el último juicio en el que mi tía Diane se había visto envuelta por culpa de su ahora ex marido.

Muchas cosas habían cambiado en los últimos seis meses.

Raquelle tecleaba sobre su móvil con rapidez, con una media sonrisa impresa en su rostro.

-¿Con quién hablas tanto?-Pregunté, aún sabiendo la respuesta. Me encantaba hacer preguntas innecesarias.

-Con nadie-Ocultó mi hermana mayor, mientras giraba levemente el móvil, para que la pantalla estuviera fuera de mi alcance.

No hacía falta ser muy agudo para saber de quién se trataba.

-Dile hola a Adrien de mi parte-Le pedí, con una sonrisa sin dientes. Ella se giró hacia mí, dedicándome una mirada indignada. En su rostro todavía se podía apreciar la cicatriz que una inoportuna caída había provocado, meses atrás, pero también el sentimiento y la alegría de un amor antiguo, un amor recuperado.

Después de casi cuatro horas de trayecto y de piernas completamente entumecidas, llegamos a aquella residencia de grandes ventanales.

Se podían apreciar varios pisos y una gran puerta principal. Había varios niños esperando. El tiempo de acogida de niños era de cuatro de la tarde a seis, y eran las cinco y media.

Iba a despedirme de mi madre, cuando recibió una llamada de Camille, mi tía, que estaba acompañando a Diane en el juicio. Con el semblante preocupado, se apartó unos minutos.

Lena.

Los desórdenes alimenticios no era algo que se curase de la noche a la mañana. La bulimia no iba a ser para menos.

Le había prometido a mi psiquiatra que no volvería a vomitar, y así lo hice. Pero por mucho que adelgazase o engordase, el virus seguiría ahí. Diciéndome que no soy lo suficiente bonita. Que debería estar más delgada. Y al comer lo único que hacía era sentirme mal.

Sí, desde que salí del hospital y envié aquella fatídica carta, me había sentido mucho mejor y no había vuelto a provocarme el vómito. Pero mi mente seguía igual de podrida.

Ahora estaba delante del pequeño espejo de mi diminuto cuarto de baño. Giré mi cabeza en todos los ángulos posibles. Y cada vez me preguntaba, ¿Cómo es que nadie había visto tanto dolor, el proceso de putrefacción de mi alma, si mis ojos eran tan grandes?

Leo.

Gaël había sido sentenciado a once años de cárcel. Por fin habían encontrado los registros de las cuentas bancarias y descubrieron el fraude, que el ex marido de Diane había intentado ocultar imputándola a ella. Estábamos fuera de peligro, fuera de deudas que no eran nuestras. Fuera de preocupaciones, al fin.

No tardé en sumergirme en el establecimiento donde mi vocación no sería tratada como un sueño de niño chico.

Lena.

Observaba, con ambición y delicia cómo los mechones de mi cuero cabelludo iban cayendo al suelo a medida que pasaba la maquinilla. Me despedí de aquellos mechones rizados y negros, que siempre habían enmarcado mi rostro. Ahora me notaba ligera. Juvenil, menos femenina y, si cabía, un tanto atractiva. Mis ojos se veían aún más grandes y verdes. Vibrantes, con sombras de dolor oculto.

Mis padres a todo esto, parecían ajenos a mi situación. Siempre lo habían estado, en realidad. No habían querido hablar con el psiquiatra. Se limitaban a darme todo lo que yo quería, para evitar accidentes, como ellos lo denominaban. Creo que no podía quejarme. Era mejor así. Ellos no se preocupaban, simplemente soltaban la pasta y yo era feliz con mis bienes materiales.

Pero seguía estando sola.

No todos los rusos se llaman DimitriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora