2. HAY

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Aquel día Pot había insistido en que teníamos que cenar en mi casa.

No me apetecía todo ese revuelo, le dije. Él me contestó que ellos traerían la comida y el vino, que yo no tendría que hacer nada más aparte de poner el lavaplatos.

—¿Hay alguna posibilidad de negarme?

—No —contestó él con alegría.

Así que cuando llegaron las diez de la noche, no había preparado absolutamente nada, tal y como prometí. La casa estaba revuelta, porque me parecía inútil ordenarla siempre que pudiera encontrar lo que quisiera entre el caos. El teniente Rudy solía decirme que tenía alma de quinceañera, pero en realidad, aquello no era más que Aless siendo demasiado desganada para meter la mano entre la jauría.

Tenía un baño más o menos limpio, porque usar cosméticos me parecía intentar esforzarse por parecer lo que no eras, y porque la gente nunca se pregunta cómo será una cara maquillada, pero sí cómo será una cara sin maquillar. En el borde de la bañera se acumulaba una hilera de decenas de botes de champú gastados que no llegaba a tirar; de vez en cuando se caían dentro estrepitosamente mientras yo me estaba duchando y me asesinaban los dedos de los pies. Las pastillas estaban guardadas en el armario para que nadie me las robara.

La cocina era un habitáculo triste que estaba pidiendo a gritos una jaula con un canario. Un mantel gris, azulejos con las esquinas rotas y un enchufe quemado. Como yo no me esforzaba mucho en cocinar, todo estaba demasiado ordenado para inyectarle algo de actividad al ambiente.

Mi habitación siempre estaba a oscuras y con la cama deshecha. Cuando me levantaba, me iba al salón en vez de subir la persiana. Olía un poco a perro muerto, por lo que generalmente me saltaba la alarma de ventilarla una vez a la semana. El salón es donde pasaba la mayor parte del tiempo. Los muebles no seguían un estilo definido porque había ido comprando los más baratos, o cogiéndolos de la basura según la necesidad. Consideraba menos importante el feng shui que la propia supervivencia.

Sin embargo, la casa tenía un aire de chabacanería y humildad que habría hecho sentirse hospitalario hasta al mismísimo Hitler. Como uno no sabía por dónde cogerla ni cómo identificar el extraño aroma del ambiente, cualquiera podía sentarse en el sofá y empezar a sentirse cómodo. Winona fue la primera en llegar.

Entró y colgó su largo abrigo de piel en la percha. Aunque hiciera veintiséis grados y la prenda estuviera anticuada porque se la había robado a su abuela, Winona nunca renunciaba a ponérsela en cualquier ocasión social. Decía que le daba un aspecto más acaudalado. Venía maquillada de punta en blanco, con un vestido rojo y un bolso de imitación.

—He traído guiso de carne para cenar. En el local que hay junto a mi casa lo hacen delicioso. Romina va a traer las patatas camperas.

—Ven. Pasa al salón —indiqué, sujetándole el guiso envasado.

En cuanto se vio libre de la carga, volvió a coger el abrigo de la percha con la mano izquierda. Luego chasqueó la lengua y lo colgó otra vez. Ya estaba empezando a entrar al salón cuando volvió a agarrarlo con la misma mano, por lo que tuvo que regresar y colocarlo de nuevo en el perchero. Así lo hizo dos veces más. Tres. Colgar y descolgar. Estaba en un bucle.

A veces olvidaba la enfermedad de Winona. Yo la conocí cuando ya tenía el Síndrome de la Mano Extraña, pero por lo que había deducido de sus explicaciones, no había nacido con ello. En algún momento de su vida y a raíz de cierto motivo, su mano izquierda se había independizado del resto de su cerebro y había decidido actuar por su cuenta.

—Trae. Te ayudaré con eso. —Tomé su abrigo y lo colgué yo misma.

Así como el ser humano desarrolló su mente para solucionar problemas, también desarrolló problemas que eran imposibles de solucionar. Era algo inexplicable. Una afección rara propia de una especie envenenada como la nuestra. Y como cualquier cosa inexplicable, no voy a molestarme en intentar hacerlo. Hay cosas que ocurren sin más. Dejó de sorprenderme hace tiempo.

Paranoidd ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora