Capítulo 8: Hotel Furcen Zorren

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-¿Usted cree que mejorará?- una voz de anciano preguntó.

-Eso solo depende de ella misma- concluyó otra voz masculina.

-¿Y cuál es el diagnóstico?- volvió a preguntar el anciano.

-Intoxicación de pensamientos negativos, ansiedad generalizada y depresión, entre otros..- expresó friamente la voz masculina.

-¿Y eso se cura?- dijo de nuevo el anciano.

-Bueno, he de serle franco, requiere de mucho esfuerzo y perseverancia. No todos lo logran, aunque  bajo tratamiento y la terapia correspondiente...-fué interrumpido por un tercer hablante- ¡Se curará!- exclamó con optimismo y confianza. 

-Aqui les dejo mi tarjeta por si quieren comenzar con las sesiones. Mis honorarios ascienden a...- el anciano le interrumpió al observar los gestos del tercer hablante, que con la mirada le decía que despachara a aquel pesetero- Sí, permitame que le abone la visita en mi despacho. Acompañeme, por favor, Doctor Pronsergas- concluyó el anciano.

El anciano y el Doctor se marcharon y un intenso olor a vainilla me despertó.

-¿Cómo estás?- preguntó una voz suave y delicada, mientras yo intentaba abrir los ojos.

-¿Dónde estoy?- dije viendo borroso.

-¡Estamos en Hotel Furcen Zorren!- exclamó alegremente- El señor Inodoro Furcen, cuya afición por la pesca no comulgo, estaba ejerciendo su práctica en la playa del Laberinto de los Espejos...- hizo una pausa para quitarme el pelo de la cara- Y ante nuestra emergente situación, muy amablemente, se ofreció a llevarnos en su barca hasta aquí- concluyó sentándose al borde de la cama y muy sonriente.

-¿Loyn?- pregunté algo aturdida.

-Esto estaba en el suelo, toma, póntelo, es tu colgante...- dijo entregándome un colgante de plata con forma de estrella, el cual hasta ahora había ocultado dentro de mi camiseta de manga corta azul marino.

En vista de que no extendía la mano, él mismo se acercó y me lo puso. Entonces pude percibir con más precisión aquel olor a vainilla inconfundible: Loyn.

Tuve la necesidad de ir al baño, pero cuando entre, me dieron arcadas

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Tuve la necesidad de ir al baño, pero cuando entre, me dieron arcadas. La ducha estaba llena de un ejercito de lombrices y cucarachas. Alguna rata merodeaba el cubo de basura, que estaba lleno de compresas usadas, cremas secas y caducadas y una montaña de clinex. Las paredes habían sido bautizadas por algún pintor de brocha gorda en un intento desesperado por hacer homenaje a cuadros de Picasso.

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