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II

Pienso en posesión cuando veo tus ojos.

Freud estará muy, muy, muy loco.

El agua salada introduciéndose a su oído derecho le hace despertar. Una vez más, se hizo de día, y él se encuentra tumbado en la arena. Aunque suplica a todos los dioses que no sea cierto, pronto recibe la denigrante realidad en forma de batazo.

No puede creer el sabor tan horrible que yace en su lengua. Traga haciendo una mueca y se sienta. El sol, ese molesto astro traicionero que le abandona por las noches, ahora pretende recibirlo con una sonrisa hipócrita. Le escupe mentalmente, levantándose. El cuerpo arde, la cabeza duele como mil demonios. No recuerda el momento en que cayó, pero debió ser épico considerando los golpes en sus rodillas y codos.

Emprende la marcha directo a su casa; encorvado, adolorido, con cara de pocos amigos y el pelo desafiando a la gravedad. Sabe que a esa hora ya hay gente en la playa, y que las miradas que recibe son todas de asco y escándalo, pero es un sinvergüenza al que poco le importan cuestiones como la reputación e incluso se atreve a sonreír, pensando que todos son unos imbéciles.

De por sí nadie lo quiere por ser una puta. Hijo de otra puta bien muerta. Entonces, parecer un indigente ebrio es lo de menos.

Anda tratando de peinarse, con el estómago rebelde que solicita comida lo antes posible. Bien podría correr, dar el portazo en su casa y abalanzarse a la mesa, pero decide caminar por el bien de su integridad física y emocional.

Cuando cruza el umbral que le dirige una vez más a aquellas estrechas escaleras por las que descendió casi rodando la noche anterior, haciendo el menor ruido posible, se topa de frente con Takeko, su prima. Yang Yang la mira con horror, haciendo mil ademanes que suplican guarde silencio. Pero aquella mujer es todo menos su cómplice, por lo que respira hondo e implora:

—¡Mamá! ¡Yětù acaba de llegar y pretende entrar como si nada hubiese ocurrido!

La señora, que yacía en la cocina y trae las manos llenas de harina, sale con una expresión de ira inigualable. Es una fiera, todos saben lo que se viene.

—¡Así te quería encontrar!

Aquella es señal suficiente para que Yětù, la veloz liebre (como le apodan), salga corriendo escaleras arriba. Divisa la puerta de su alcoba, extiende las manos para alcanzarle. Sin embargo, los gritos y manotazos de su tía le alcanzan en el penúltimo escalón.

—¡¿A dónde crees que vas, eh?! —La mujer tira de sus ropas—. ¡Bájate de ahí, bájate de ahí! ¡¿Ahora a dónde te fuiste a meter?! ¡¿Acaso quieres infectar a nuestros clientes?!

Un jalón de orejas es suficiente para que Yang Yang descienda entre gruñidos y excusas que nadie cree.

—¡Te digo que he tenido otra crisis nocturna! ¿Cuándo lo comprenderás? ¡Desperté a la orilla del mar, como cada verano! —Se queja con ímpetu. Busca comprensión, quizás calidez, pero aquel pozo al que reclama ya se ha secado.

—¡Es la segunda noche consecutiva! Ya has encontrado amante, ¿verdad? Nos vas a dejar, ¿verdad? —El drama no se hace esperar—. ¡Pues no lo permitiré! Ve y ayuda a tu prima a lavar la ropa. Ella ya comenzó, pero sabes que es tu responsabilidad.

—Cuando menos déjame desayunar, ¿no? —El chico rezonga, sobándose las orejas.

—¡Apúrate!

Así es como otra mañana infernal comienza. De día, Yang Yang realiza las actividades del hogar, con todo y mandil; en la tarde vende amor, y de madrugada corre huyendo de sus demonios.

—Oye, y... ¿le has vuelto a soñar? —Takeko pregunta sin mirarlo, ante el fregadero, mientras talla un vestido floreado.

—Sí. —Él responde con seriedad. Después de todo, lo han lastimado por su culpa.

—Pero ya no tienes miedo, ¿o sí?

—De día no. Incluso aunque hable al respecto, se siente como algo irreal. Supongo que la oscuridad es el motor de mi problema... La angustia comienza con el caer del crepúsculo.

—¿Entonces desearías vivir en un eterno amanecer?

El chico de suaves facciones medita semejante posibilidad. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Piensa en lo brillante y caótico que sería todo si tan solo el mundo un buen día decidiera dejar de girar. Mira los inocentes ojos de Takeko y sonríe.

—Eso sería el paraíso.

~ * ~

Es la quinta madrugada consecutiva. Takeko escucha acostada los veloces pies de su primo salir a la calle. Teme que algún día le atropellen o secuestren; quizás en cierto momento realmente se harte de la vida y termine por lanzarse al mar, u opte por nunca más regresar.

Aquello último le aterra, pero al mismo tiempo sabe que es lo mejor. Su liebre debió huir hace tiempo, cuando la herida aún estaba fresca. Un nuevo hogar le hubiese permitido sanar debidamente. El encierro en aquella caja de madera solo puede abrirle una y otra vez las cicatrices, y sus crisis no son más que gotas de sangre derramándose por doquier.

Yětù... esta vez no vuelvas. No quiero que tus terrores nocturnos pronto se conviertan en pesadillas matutinas. Enloquecerás, y entonces tendremos que amarrarte. Terminarás como tu madre, a quien más odias. Despierta. Corre. Vuela. No mires atrás; que esto, mi amor, es vil masoquismo.

Pero lo cierto es que, mientras su prima reza por él desde la comodidad de sus cobijas, Yang Yang tropieza y cae rendido sobre la arena. No sabe si aquellas pequeñas gotas cristalinas que se deslizan por sus mejillas son agua, sudor o lágrimas, pero las limpia con destreza. Observa el infinito cielo estrellado, y lentamente halla algo parecido a la paz que tanto busca. Un somnífero temporal que al menos un par de horas le servirá.

Pronto se duerme, escuchando el murmullo de las olas.

Y cuando despierta, es inevitable notarlo: No yace ante el mar.

Su corazón da un vuelco cuando descubre que está sentado contra un local cerca de su casa. Una manta le cubre la frágil anatomía, e incluso los pies han sido protegidos por un par de calcetines grises con motitas rojas.

Incómodo, revisa que esté completo y no hayan abusado de él. Milagrosamente, nada malo ha ocurrido. En cambio, ahora también posee una bonita pulsera en su tobillo. Si no se equivoca, es de oro, y un dije en forma de conchita marina cuelga de la cadena.

«¿Pero qué pasó?». Se pregunta mientras lentamente pone de pie aquel largo cuerpo. Mira a su alrededor buscando una respuesta, a ese alguien que le cargó y cobijó. No puede dejar de sentirse abrumado, por lo que cruza la calle y entra a casa. Necesita contárselo a alguien, así que corre a la habitación de su prima, aunque los regaños cotidianos rocen su espalda.

Mamá, hay un vampiro en la azoteaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora