1; 1

1K 144 36
                                    

I

Insisto en que no eres más mi amante.

Has muerto, y ni siquiera lo notaste.

A plena madrugada, con su frente llena de sudor, Yang Yang se entierra cada vez más en la cama. Da vueltas, luchando contra aquella luz roja proveniente del balcón. Por cada segundo transcurrido resulta más difícil respirar, es como si un montón de manos esqueléticas quisieran ahogarle entre sábanas y almohadones de plumas. La presión en su pecho aumenta, puede sentir casi un cuerpo sentado sobre sus costillas.

De una patada, avienta la colcha. Se retuerce cual gusano ardiendo dentro del horno. Las horribles imágenes que desfilan ante sus ojos son crueles e hirientes. Ve un suelo ensangrentado, órganos pulsantes, lesiones infectadas. Recuerda las fotografías que ha presenciado en el periódico esa mañana, son cadáveres en posiciones humillantes. ¿Por qué, si sabe que esto es lo que ocurre, tuvo que torturarse observándolas? Maldice. Y entonces parece escuchar aquella canción nefasta que tanto aborrecía de niño, la favorita de su madre... su madre.

La escena que halló una fatídica tarde de verano por fin hace presencia. La reina de sus pesadillas. Su tormento, el mismo infierno sobre la Tierra. Recorre los detalles, le mira a los ojos... Y decide que no puede soportarlo más.

Pega un brinco, anda a tientas por su habitación hasta encontrar la chapa. Tira de ella con violencia y camina rápido por los oscuros pasillos, presa de un pánico carmesí. Cuando halla las escaleras, desciende tembloroso agarrándose del barandal, a la mayor velocidad que le es posible. Sus piernas se estremecen, el corazón late desbocado. Cuando pisa tierra no lo duda y se echa a correr, descalzo.

En la calle hay un anuncio de luces neón color rojo, aquel que tanto odia. Le mira con pavor y corre por los bulevares casi desiertos, portando nada más que su desgastado pijama. Esquiva latas de cerveza, bolsas vacías que vagan sobre la acera y son arrastradas por el invariable viento cálido. Pasa junto a un bar donde escucha música alegre. Huye de ella, y de todo.

¡Cómo les aborrezco! Ojalá se murieran, ojalá este pueblo desapareciera. Ojalá no hubiese nacido nunca. Preferiría ser una estúpida larva a seguir con esta vida de mierda que me ha tocado.

Sus pies parecen tener alas, por lo que en un santiamén que ha transcurrido entre blasfemias y deseos indiscretos, llega a la playa.

Una ráfaga de cálida brisa marina alborota aún más el caos que trae por cabello. Aquel olor salino es inconfundible, lo percibe casi tan bien como el de la sangre. Mueve su esbelto esqueleto y anda a la orilla del mar como si quisiese encontrar su final en el menor tiempo posible. La arena bajo sus pies, que se estremece con el movimiento, le ha visto ya decenas de veces correr como un poseso tratando de arrancarse las memorias a pedazos.

Mientras sus piernas enloquecidas lo dirigen hacia un lugar desconocido, tira con fuerza de la camisa, logrando rasgarle el cuello. En el cielo yace la luna resplandeciente, quien mira a Yang Yang con desaprobación.

Pero a él no le importa. Lo único que desea es agotar toda la energía que su cuerpo alberga, para al final tirarse a dormir tranquilo.

Sin embargo, no son solo Selene y las estrellas quienes lo observan, sino un par de ojos más que a lo lejos han acudido para relajarse, pero en cambio se han topado consigo en el camino.

Ante ellos la imagen no puede ser más rara. Es un ente flaco y atemorizado que huye de un depredador invisible, quien quizás pretende descuartizarle en cuanto lo atrape. Ojos grandes bien abiertos y boca pequeña, saludable, de piel blanca como el armiño, poseedor de una fuerza exagerada para una complexión tan pobre. Su belleza le recuerda a la de los peces. Hermosos y escurridizos, algunos de buen sabor.

Se prepara para verle pasar en primer plano como a una estrella fugaz. Llegado el momento, lo divisa a cámara lenta: Músculos flexibles, sangre hirviente, temor en su máximo esplendor. Es una criatura asustada y adorable que corre por el deseo de vivir. Quisiera hacerle tropezar, poseerlo, embriagarse con el aroma de su sudor. Mas se contiene y se reduce a encarnar el papel de un espectador muy perverso.

En cuanto desaparece siguiendo el camino de las penumbras, al extraño solo le quedan dos certezas: La primera, es que el predador debió ser tan fatal que la víctima ni siquiera se percató de su presencia. Y la segunda dicta que, si sobrevive, ha hallado entonces a la criatura más deliciosa y adorable del pueblo.

Para su desgracia, se ha enamorado.

Mamá, hay un vampiro en la azoteaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora