CAPÍTULO TREINTA Y TRES

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PEZ AL AGUA

          En el momento en que salíamos de esa pequeña habitación, no sabría decir a qué cosas temía más, porque: Por un lado tenía a todo el ejército de Canadá a mis espaldas buscando con desespero lo que era mío, por otro lado tenía a un rubio apuntándome con un fusil en la espalda mientras caminaba, éste se había cubierto su rostro con parte de la tela del suéter negro que cargaba el esbirro desmayado dejado en la habitación.

—Pienso que tenemos que subir —susurré lo más fuerte que pude para que Alan me escuchara.

          Él no respondió y siguió caminando con mucha prisa.

—¿Dónde crees tengan a Kath? —inquirió, sin opinar nada sobre mi propuesta.

          Cada vez que Alan mencionaba a Kath, esas horrendas imágenes impactaban mi mente como un meteoro. No me sentía culpable, pero si que me sentía abrumado con todo lo que había pasado.

—No lo sé —expresé sin fuerza y guardé unos segundos antes de volver a hablar—. Tenemos que salir de aquí antes que nos encuentren.

—Todos —aclaró Alan—. Todos tenemos que salir.

          Giré mi cuello y lo miré a sus ojos, lo único que se había dejado descubierto. En su cabeza llevaba el casco ajustado que casi le ocultaba la frente en su totalidad. De verdad que él quería encontrar a esa chica, pero sería algo imposible de lograr, tendría que decirle la verdad.

—Iré a preguntar —dijo sin una pizca de locura.

—¡¿Estás loco?! —Tuve que subir mi tono de voz para que se diera cuenta la locura que iba a hacer—. ¿Quieres que nos maten? Recuerda que para ellos nosotros somos unos prófugos.

—Nosotros suena a multitud —opinó el chico haciéndome voltear a mi posición inicial, ya que me había girado para enfrentarlo—. Tú y Alan son los prófugos de la justicia y ladrones de la patria. Yo soy Juveen Atonelli y puedo preguntar dónde está la joven prófuga si eso es lo que deseo... —Agregó tocando una pequeña placa de metal en el pecho de la chaqueta militar que le había quitado a nuestra víctima.

«La va a cagar» pensé mientras medio caminaba y medio corría para poder seguirle el paso a Juveen Antonelli, en otras palabras: Alan Navarro.

          No sabía qué hacer, no podía salir corriendo por mi cuenta porque yo no estaba disfrazado de militar, ni de marino, ni de nada. Sólo era yo con unas ropas llenas de sudor maloliente. Además, no estaba tan seguro como iba a salir de ese buque.

          Los pasillos de esa embarcación eran largos y angostos, aunque para nuestra suerte todos estaban vacíos, no había ni un alma rondando por esos lados y eso se lo agradecía hasta a los dioses del olimpo. No quería que Alan encontrara a nadie.

—¡Por allá! —exclamé, viendo unas pequeñas escaleras para subir a otro piso. Deseaba estar en la superficie lo más pronto posible.

—¡Por acá! —Me sostuvo por un hombro y giramos a la derecha, aún sentía el fusil entre mis vertebras.

—¡Alan, harás que nos descubran! —Me exasperé y me acosté en una pared, deteniéndome. Al pasillo que habíamos llegado era un poco más amplio, pero igual de largo que los otros, aunque no veía a nadie acercarse—. ¡¿De verdad quieres saber dónde está Kath?!

—No estaría corriendo en busca de un estúpido con lindo traje para preguntárselo, ¡dime ya dónde está! —exclamó con fuerza.

—Ella se fue con los demás... En el autobús. —Me estaba ahogando con mis propias mentiras—. No sé por qué te dije que estaba en otro helicóptero... Tuvo que haber sido el golpe que me llevé con la red.

Z-Elección©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora