Norma 12: saber cuándo rendirse

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Tras asegurarme de la partida de Fred, volví a recordarles a Ian y Jack lo que estaba en juego. Iba a entregarme y nuestro destino sería incierto, pero sobretodo, cruel. Les pedí que se fueran, a lo que me contestaron con una rotunda negativa, por lo que, minutos después, nos encontrábamos en el centro de la sala de estar, con las manos en alto y rodeados de vampiros, esperando a que el que supuse que era el jefe, nos colocara los grilletes.

Al llegar al castillo nos separaron y nos taparon los ojos con una venda, algo que a mi parecer era totalmente innecesario, ya que los tres habíamos vivido en ese mismo palacio hace ya algún tiempo.

Varios pasillos y escaleras después, los guardias me detienen.

— ¡Mira a quién tenemos aquí! — exclama con entusiasmo la inconfundible voz de Desmond. — La hermanita traicionera.

— Dijo la sartén al cazo. — replico con ironía. — ¿Dónde está papá, Desmond? ¿Tal vez en tu estómago?

— Dejadnos solos. — ordena a los tres vampiros que me custodian, ignorando completamente mi comentario.

— Dime, Desy querido, ¿Era necesario vendarme los ojos para encerrarme en mi propia casa? — Desmond suelta una carcajada siniestra, intentando ocultar su fastidio.

— Cuando admires tu nueva... habitación, por así decirlo, no te reirás tanto.

— ¿Vas a hacerme desaparecer, al igual que has hecho con nuestro padre? — intento burlarme, pero no puedo evitar cierta preocupación.

— Es lo primero que pensé tras enterarme del pequeño acuerdo que firmaste con papá, una jugarreta muy sucia, por cierto. Pero después recordé todas esas juergas, orgías y bestialidades que has cometido con los humanos. — hace una pausa mientras se sirve algo en un vaso. Apuesto a que es cualquier tipo de alcohol. — Debo reconocer que tu destreza y discreción son realmente extraordinarias, me costó mucho encontrar alguna prueba de tus cacerías ilegales. Pero has disfrutado de tanta diversión, que era imposible no dejar ninguna huella.

— ¿Qué es lo que has hecho? — pregunto, totalmente asustada.

— Lo correcto. Informé al consejo del pequeño problema que se interfería en mi camino hacia la corona, pero también les informé de lo que has estado haciendo en todo este tiempo. Como comprenderás, el consejo nunca aprobaría que alguien tan libertino pudiera llegar a gobernar, por lo que ellos mismos me solucionaron el problema.

— ¿Vais a...? — digo tartamudeando, sin poder pronunciar la palabra.

— No vamos a matarte si es eso lo que preguntas. Ése es el destino de los vampiros sin importancia. Pero al tratarse de la hija del anterior rey y de la hermana del nuevo, me han concedido tu vida a mí.

— ¿Qué significa eso?

Desmond ríe y comprendo que lo que me depara es incluso peor que la muerte.

— Que tú me perteneces. — reprimo un ahogo y algunas maldiciones. — Dime Leia, ¿Qué se siente al ser igual de importante que el resto de esclavos humanos? — vuelve a reír e intento golpearle con las manos, pero solo consigo hacerme daño con un objeto de cristal y las carcajadas de Desmond se hacen todavía más sonoras.

— ¡Guardias! — grita tras calmarse. Siento como se acerca más a mí y percibo su aliento en mi oreja.

— Ahora por fin vas a poder trabajar de lo que eres, una puta. — pronuncia con desprecio. — Espero haber elegido bien tu castigo, aunque siendo tú, ¿quién sabe? Tal vez llegues a sentir placer. — vuelve a reírse mientras sus pasos se alejan y los dos soldados me sujetan de nuevo los brazos.

— ¡Pagarás por esto, Desmond! ¡Algún día padre logrará escapar y entonces te faltará tiempo para correr, maldito bastardo! — grito hacia la nada, esperando a que mi hermano oiga mis palabras.

Los guardias me sujetan del brazo y con violencia, tiran de mí para obligarme a avanzar, guiándome hacia lo que intuyo que es la zona inferior del castillo, hacia los calabozos.

Tras bajar todas las escaleras, me quitan la venda de los ojos y me percato de que estaba en lo cierto, nos encontramos delante de la puerta que aisla las habitaciones de los esclavos.

Entramos y avanzamos por lo que creía que era el pasillo con los dormitorios de los humanos, pero que ahora se parece más a un burdel. En nuestro camino se cruzan varios vampiros con miradas excitadas y perturbadoras que salen y entran de las habitaciones. Uno me dedica una mirada digna de un violador, recorriendo con sus ojos oscuros cada parte de mi cuerpo. Dirijo mi mirada hacia otro lado, asqueada y observo con asombro la escena que está ocurriendo en una habitación, tras una puerta entreabierta. Una pobre mujer, que intuyo por su olor a sangre que no es una vampiresa, está atada a la cama de pies y manos y llora desconsoladamente mientras le pide entre gemidos de dolor al degenerado que la penetra, que pare.

Por primera vez desde que desapareció mi padre, siento alivio de que él no esté aquí, presenciando las atrocidades que se están llevando a cabo. Si el rey Sauron, que tanto había luchado por respetar la vida humana, viera en qué se ha convertido lo que antaño fue su pequeño refugio para todos aquellos humanos que sintieran el deseo de complacer el apetito de los vampiros, se moriría de vergüenza y más sabiendo que toda esta locura la ha provocado su hijo.

Dejamos atrás todas aquellas grotescas escenas y nos adentramos en las profundidades de los calabozos, donde todavía no se han producido las reformas adecuadas. El olor a humedad y putrefacción, digno de cualquier cloaca penetra en mis pulmones y reprimo una arcada.

Poco a poco, la luz eléctrica de las bombillas va alejándose y son sustituidas por pequeñas antorchas que emanan una luz trémula y agónica, proporcionando la visión necesaria para no tropezar. Caminamos por unos intrincados pasadizos, que todavía conservan su esencia medieval, topándonos cada cierto tiempo, con celdas de bastos barrotes oxidados con algún que otro cráneo en su interior.

Llegamos casi hasta el final de este horrible laberinto y diviso una gran mazmorra que, aunque mantiene la misma estructura que las celdas anteriores, puedo intuir que ha sido reforzada recientemente por un gran portón metálico que impide ver lo que hay en el interior.

Uno de los guardias me suelta el brazo, dejando a la vista una marca roja allá donde había estado su mano. Saca una llave de su bolsillo y abre una pequeña puerta que pertenece a la gran muralla metálica. Después, me quita los grilletes.

 Asomo la cabeza para ver una inmensa oscuridad adornada por varios puntos de luz, que parecen ser las únicas antorchas del lugar. No logro distinguir qué hay ahí dentro pero puedo percibir varias respiraciones y el olor de la sangre fresca.

— Espero que disfrute de su estancia, princesa. — se burla el guardia que todavía me sujeta, mientras me arroja hacia la oscuridad.

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