Trabajo, Paisaje, Figura.

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A la mañana siguiente, Raphael se dirigía a casa de Leonardo, con apenas un pequeño trozo de pan que le había dado Mona Lisa. Lo comía muy lentamente para no acabárselo pronto. Iba con el paso apresurado, pues no podía esperar más para ver de nuevo a su amo.

Así camino hasta llegar a esta casa. Entró por un pasillo, hasta llegar al patio, donde había un huerto. En este se encontraba un hombre de largas barbas, de simpático rostro y amable mirar. Antes de que él hablara, este señor volviéndose adentro dijo: –¡Hijo mío, ha llegado Raphael!

Salió de la casa un muchacho de unos veinte años, grave, derecho, con la cabeza inmóvil y los ojos clavados y fijos en sus órbitas. Aunque sus ojos carecían de vista, tenía el joven una luz interior y un entendimiento de primer orden.

Hamato Yoshi, padre del muchacho, al que apodaban Splinter, era un hombre más que bueno. Nadie le aborreció jamás, era el más respetado de todos los labradores del país.

Su esposa había muerto en edad muy temprana, dejándole un solo hijo, que desde el nacer demostró hallarse privado del más precioso de los sentidos. Ésta fue la pena más aguda que amargó los días del buen padre. ¿Qué le importaba tener riquezas? ¿Para quién era eso? Para quien no podía ver ni las gordas vacas, ni las praderas risueñas, ni la huerta cargada de frutas. Splinter hubiera dado sus ojos a su hijo, si esta especie de generosidades fuesen practicables en el mundo que conocemos. Como no podía, le proporcionaba todo cuanto pudiere hacerle agradable la obscuridad en la que vivía. Jamás contrariaba a su hijo en nada que fuera para su consuelo y entretenimiento en los límites de lo honesto y moral. Lo divertía con cuentos y lecturas, atendiendo a su salud, a su instrucción y a su educación.

Splinter los veía salir, Raphael siempre a lado de su hijo, les dijo. –No se alejen mucho, No corran... y cuídense mucho... Adiós.

Leonardo y Raphael fueron al campo, seguidos por la tortuguita guía de Leonardo, el pequeño Chompy. Iba gozoso, moviendo su colita a todo momento y repartiendo sus caricias por igual entre su amo y Raphael.

Raphael –Dijo Leonardo– Parece un día lindo... ¿A dónde vamos?

Iremos a los prados que están hacia adelante. –Raphael metió su mano en una cangurera que llevaba su amo atada a la cintura– ¿Y qué me trajiste hoy, Leito?

Busca bien y encontrarás algo que te encanta. –Dijo Leonardo riendo.

¿En serio esto es para mí? ¡Muchas gracias! Con lo mucho que me encanta el chocolate... también hay nueces y un par de dulces. –Raphael abrazó a su amo Leonardo como gesto de agradecimiento.

Los ojos de Raphael brillaban de felicidad. Esta delicada criatura crecía de forma maravillosa al hallarse con su amo. Junto a él tenía felicidad y gracia. Al separarse, parece que se cerraban sobre él las negras puertas de una prisión.

Si te parece bien, iremos al bosque que está más allá de Saldeoro –Dijo Leonardo, a lo que Raphael respondió positivamente.

¿Brilla mucho el sol, Raphael? Aunque me digas que sí, no lo entenderé, porque no sé lo que es brillar. –Dijo Leonardo con un tono de tristeza.

¿Qué si el sol brilla? Sí, brilla mucho. ¿Pero qué importa eso? El sol es feo, no se le puede mirar. –Respondió Raphael a su pregunta.

¿Por qué? –Preguntó Leonardo.

Porque duele. –Contestó Raphael.

¿Qué es lo que duele? –Preguntó el curioso Leonardo.

La vista. ¿Qué sientes tú cuando estas alegre? –Dijo Raphael.

¿Cuándo estoy libre, contigo, solos los dos en el campo? –Añadió Leonardo tratando de comprender su pregunta tan extraña, a lo que Raphael respondió positivamente. –Pues... siento que nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce...

Entonces ya sabes cómo brilla el sol. –Dijo con una sonrisa.

¿Con frescura? –Preguntó.

Raphael soltó una risa, y negó con la cabeza. –No, tonto.

¿Entonces con qué? –Preguntó confundido.

Con eso. –Respondió.

Eso. –Afirmó nuevamente Raphael.

Ya veo que esas cosas, por más que lo intentes, no pueden explicarse. –Dijo Leonardo– Antes tenía la idea de que era de día cuando la gente hablaba, y de noche, cuando la gente callaba y cantaban los gallos. Pero con el pasar del tiempo me he dado cuenta de que estoy equivocado... Ahora creo que es de día cuando estamos juntos tú y yo, y es de noche cuando nos separamos.

Pues para mí, que tengo vista, es lo mismo. –Respondió Raphael a sus bellas palabras.

Ya estoy cansado de estar toda la noche sin ti –Dijo Leonardo– Le pediré a mi padre que te deje vivir en mi casa para que nunca te separes de mí.

¿E-en serio...? –Dijo Raphael con una amplia sonrisa– A-a mí tampoco me gusta separarme de ti...

Yo lo odio, por ello le pediré a mi padre que deje que te quedes –Leonardo le sonrió, volteando su cabeza hacia él para que pudiera notar que le es sincero.

Juntos caminaron hacia aquel lugar, Raphael apartaba las ramas para que no picaran el rostro de su querido amo. Después subieron a una cuesta, y al llegar arriba, Leonardo dijo a su compañero: –Si no te parece mal, sentémonos aquí –Llamaron a Chompy, y los tres se sentaron.

Este lugar está repleto de flores... –Alzó su cabecita, para olfatear el dulce aroma de las flores– Que bellas son. –Exclamó.

¿Podrías tomar un ramo para mí? –Le pidió Leonardo– Aunque no las veo, me gusta tenerlas en mi mano, porque parece que me dan a entender... No se cómo decirlo... que son bonitas. Me hace figurar por dentro que veo algo.

Entiendo lo que tratas de decir, así como hay cosas lindas afuera, todos llevamos cosas lindas dentro... –Raphael cortó seis flores, y se las entregó a su amo– Toma, son seis flores diferentes. ¿Y tú sabes qué son las flores?

Pues... –Dijo el ciego confundido– Son las sonrisas que echa la tierra...

No es verdad, no digas tonterías. –Exclamó acariciando las manos de su amo– Las flores son las estrellas de la tierra.

¿Y qué son las estrellas? –Preguntó Leonardo.

Las estrellas son las miradas de los que se han ido al cielo. –Respondió Raphael.

¿Entonces que son las flores? –Preguntó.

Son las miradas que los que han muerto y aún no han ido al cielo. Los muertos son enterrados en la tierra. Como allá abajo no pueden estar sin echar una mirada a la tierra, echan de sí una cosa que sube en forma de flor. –Respondió Raphael, seguro de sí mismo.

Leonardo soltó una risa. –Tus palabras me cautivan, revelan el candor de tu alma y la fuerza de tu fantasía. Yo no veo lo de fuera, pero veo lo de dentro, y de todas las maravillas de tu alma se me han revelado desde que eres mi lazarillo. Hace año y medio lo eres, pero siento como si nos conociéramos desde hace años.

Parece que pensamos cosas parecidas... –Raphael alzó su mirada hacia el cielo, y con una sonrisa continuó con sus palabras– Yo siento que estoy en este mundo para ser tu lazarillo, mis ojos no servirían si no fueran para guiarte y dejarte ver con ellos lo que tú no puedes.

El ciego extendió sus manos hasta tocar el rostro de Raphael, y acarició suavemente una de sus mejillas. –¿Y cómo eres tú?

Raphael no dijo nada, había recibido una puñalada con aquella pregunta. Para todos Raphael era el chico más feo que pudiese existir, siempre se lo recordaban. Pero ninguno se daba cuenta que sólo necesitaba un poco de cuidado para verse bien, lo que lo hacía ver "feo" eran esas fachas. Raphael era en realidad un chico muy bello, pero su autoestima estaba por debajo de los suelos gracias a lo que toda la gente le decía.

Raphael [LeoxRaph]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora