4. Cortocircuitos

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Todo estaba pasando demasiado rápido para Alberto, el beso, las manos de Iñigo recorriendo su cuerpo, su lengua que se abría paso poco a poco en su boca... Y para colmo notaba su erección contra la suya propia provocando un millón de cortocircuitos en su mente que le impedían reaccionar, bien para quitárselo de encima, bien para seguirle el juego. Solo podía permanecer allí inmóvil, dejando de que el de los ojos azules le devorara poco a poco. 

En un atisbo de lucidez, se paró a pensar que aquello no le desagradaba en lo más mínimo, el beso con Iñigo era apasionado pero a la vez dulce y su sabor era mejor de lo que podía imaginar, y el tacto de sus enormes manos por su espalda, por su vientre, le producía un millón de descargas eléctricas. Nunca había sentido eso tan intensamente con una chica y no lo podía negar aunque quisiera.

- Ven -dijo Iñigo a penas con un hilo de voz tirando de él para meterlo en uno de cubiculos del baño.

Él lo siguió de forma inconsciente, dejándose llevar, pero no estaba preparado para la que se le venía encima.

El madrileño se deshizo de la camisa de su presa de forma tan rápida que todos los botones quedaron dispersos por el suelo, y comenzó a dejar un recorrido de besos que empezaba en su cuello y descendía hasta el comienzo de sus pantalones.

Alberto, no. Es lo que retumbaba en su cabeza mientras veía como el otro seguía con los besos por encima de la ropa. Desde arriba Iñigo parecía una obra de arte, cuando levantaba la cabeza y le miraba con sus enormes ojos azules le parecía estar viendo a un ángel. Y no podía pararlo, no podía hacer nada, estaba anulado. Así que Iñigo siguió, le desabrochó el cinturón para poder quitarle los pantalones. Luego, antes de quitarle la única prenda que le quedaba ya, empezó a darle pequeños mordiscos a su erección provocando que Alberto empezara a soltar pequeños gemidos que acompañaba con susurros que el otro no lograba entender.

Iñigo, no, yo no... era lo que intentaba que oyera el madrileño, pero su voz era apenas un susurro y las palabras se mezclaban con los gemidos que salían de su boca sin permiso haciendo que fueran incomprensibles. ¿De verdad quería parar? Estaba disfrutando más que nunca, ¿por qué dejarlo ahora? Era un hombre, ¿y qué? Sus pensamientos pronto fueron interrumpidos porque Iñigo ya había bajado sus calzoncillos. Empezó a lamer lentamente provocando un tembleque en las piernas de Alberto que le hizo apoyarse en el inodoro para no caer, luego continuó trazando pequeños círculos con su lengua en la punta y acabó metiéndosela en la boca entera. De no estar apoyado Alberto se hubiera caído allí mismo, el contacto de su miembro con la boca de Iñigo era más de lo que podía soportar. La calidez de su boca, el ritmo tremendamente lento que estaba marcando el otro y su mirada azulada clavada en sus propios ojos nublaban todo lo que había a su alrededor, solo existían ellos dos en ese momento. Iñigo aceleró el ritmo y el malagueño notó que estaba a punto de estallar así que como pudo agarró la cabeza del otro y la tiró hacia atrás. Iñigo entendió lo que pasaba y se la sacó de la boca, pero continuó masajeándola hasta que el otro se corrió en su mano lanzando un gemido tan sonoro que estaba convencido de que se podría haber oído en el patio de butacas del teatro. 

El más mayor miraba desde abajo la escena con una sonrisa de satisfacción en su cara y es que había sido valiente y se había lanzado por una vez en su vida, y parecía que al otro le había gustado bastante o eso es lo que él creía hasta que vio que la cara del otro empezaba a cambiar y pasaba del éxtasis al terror absoluto.

- Alberto, ¿estás bien? -preguntó levantándose.

- Iñ-iñigo, y-y-yo no estoy bien... -respondió dirigiendo la mirada al suelo.

- ¿Qué pasa? ¿No te ha gustado?

- N-n-no es eso...

- ¿Entonces?

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