2: Apestoso

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Guardé expectante silencio mientras el muchacho despeinado tiraba la moneda al aire, haciéndola girar prolongadamente. Aguanté la respiración cuando cayó entre nosotros, hasta que pude ver el resultado. Mierda.

«Bueno Bere, ahora demostrás lo adulta y buena perdedora que sos, le sonreís y te vas a tu nueva habitación que da a la mugrosa calle y no tiene balcón».

Pero en cuanto levanté la vista, y vi ese rostro satisfecho y perezoso, se me salieron unos cuantos demonios. Agarré mi bolso y me giré sin hablarle, viendo como quedaba inmóvil sin saber qué hacer. En cuanto entré a mi flamante cuarto, cerré la puerta (evitando con dificultad azotarla) y apreté mi cara contra el equipaje, dejando por fin salir toda la ira:

—Maldito despeinado, sucio, oloroso... Apestoso, defeituoso, ¡pedra chata no meu sapato!— Grité hasta quedarme sin aire. No podía creer lo mal que estaban saliendo las cosas desde que tuve la bendición de papá. Entre el maldito ómnibus que se averió y mi forzado compañero nuevo, comenzaba a sentir ganas de volver a casa.

Por suerte imaginar el rostro triunfante de mi madre en el umbral de la puerta, con esa mirada de "te lo dije", me quitó aquel deseo. Suspiré con calma una y otra vez. Debía enfriar mi pequeña y volátil cabeza, por el bien de todos.

Sí, enfriar mi cabeza. Eso sería lo mejor. Aunque el clima de posadas era más pesado y húmedo, la salinidad del mar en la brisa me hacía sentir sucia. Una buena ducha, y un poco de ejercicio alrededor del barrio sería una forma maravillosa de mejorar el día. Así que comencé a desempacar, coloque mis ropas en el armario que tenía disponible, puse a cargar mi computadora y teléfono y me eche mi toalla verde alrededor de los hombros. Abrí con cautela la puerta de mi habitación, esperando no encontrármelo. Para mi sorpresa, no estaba en el living. Me pregunte por un momento si quizás estaba desempacando como yo, hasta que oí el agua de la ducha correr. Justo cuanto yo quiero bañarme, al señorito también se le ocurre. Esto no iba a funcionar así.

«Aprovechemos el tiempo.»

Me saque las zapatillas y las medias, y sentí con regocijo la libertad de poder mover los dedos. Arroje a un lado la camisa suelta a cuadros que me había abrigado durante la noche, y me solté la coleta que traía desde Posadas. Ahora sí, esto era libertad. De a poco sentía como mi entumecido cuerpo recuperaba su elasticidad acostumbrada gracias a las elongaciones, y me puse a hacer una rutina liviana de ejercicios: cincuenta flexiones de brazos, cincuenta sentadillas, cincuenta espinales, cincuenta abdominales, cincuenta patadas, cincuenta puños.

A la mitad de mis ejercicios el fluir del agua paró, y en poco tiempo salía Davo, trayendo su ropa sucia en una mano, y con la otra sosteniendo una toalla que al parecer solía ser blanca. Con la cabeza mojada (y sin tantos pelos enmarañados para todos lados) parecía un chico más serio. Me vio mientras hacía sentadillas, y se quedó de pie ahí, mojando todo el piso.

—Wow. Verte ya me cansa. ¿Haces esto seguido?

—Siempre que puedo. Te dije que quiero ser atleta profesional: participar en olimpiadas, ir a torneos, representar a Argentina en el mundo.

—Imaginar eso me cansa aún más —Esperó un segundo en silencio, quizás esperando mi risa—. En fin, ya me bañé así que esperó no apestar más.

Al principio no comprendí su comentario, hasta que lo vi sonriendo nuevamente, con esa mansa picardía que ya venía detestando.

«Huy. Me escuchó gritando. ¿Por qué no inventan aún los bolsos insonoros?»

De a poco sentí como el rostro se me ponía rojo. Había hecho mal, aunque me molestase la sorpresa de tener un compañero, él no me había hecho nada y yo lo sometí en el piso... y lo usé para sacarme todas las frustraciones que venía acumulando. Me detuve en seco, y me acerque a él. Para mi sorpresa, retrocedió un paso. Quizás esperaba que lo volviera a arrojar al suelo, o algo peor... quizás le di la impresión de ser (demasiado) violenta.

—Perdón Davo... —comencé, arrojando el orgullo lejos—. Se nota que no sos una mala persona, e inclusive sos gracioso y no debí descargarme con vos. Así que quiero que nos llevemos bien, a partir de ahora.

—No pasa nada, te entiendo. También ando pasando por un matete de cosas, y lo que menos quiero es sumar otro lío más. Como te dije hoy, ya que a los dos no nos queda otra más que vivir acá, hagamos lo posible para pasarla bien.

Y me extendió su mano, para hacer las paces. La escena hubiera terminado perfecta sino fuera que me extendió la mano que sostenía su toalla, terminando está en el suelo y él, desnudo.

Ahora sí, no sólo lo insulté sino que lo mandé a patadas hasta su cuarto, y le tiré su ropa mojada en la cara antes de azotar su puerta. Del otro lado escuchaba una risa ronca que me pedía disculpas una y otra vez, pero decidí dejar el tema ahí.

Pero no estaba enojada, me reía también (aunque tenía el ceño fruncido). Si los días venideros serían así, entonces esto promete ser una linda experiencia. Interrumpí mis ejercicios solo por esta vez, y me relajé con una ducha fría.

El baño era pequeño, y Davo había dejado TODO mojado. Pero bueno, es una nimiedad. Me tomé mi tiempo, sequé como pude (en realidad no soy muy buena limpiando, es el contra de haber tenido siempre empleada doméstica) y al salir me lo encontré instalando lo que parecía ser una consola de juegos en el televisor del living.

—Al menos ahora estas vestido.

Mi compañero me sonrió complaciente, y siguió instalando su complicado manojo de cables.

Me puse unos lindos shorts deportivos y una musculosa, y me preparé para salir a correr un rato, cuando una fuerte vibración desde mi estómago me detuvo.

Recién me di cuenta de que tenía mucha, pero mucha hambre. Tomé de mi mochila el sobre que papá me había dado, que seguía cerrado. Lo abrí lentamente y conté, aliviada, tres mil quinientos pesos. Una preocupación menos, por ahora. Me puse a pensar todas las cosas que me harían falta: una mesita ratona, un juego de mancuerdas, unas cuantas mudas más de ropa y quien sabe, quizás un perrito.

Pero la prioridad por el momento, era el hambre. Cuando salí nuevamente al living, Davo había tirado un almohadón en el piso, cerca del modesto televisor que compartiríamos y estaba jugando quién sabe qué cosa. Al entrar en la cocina, me sorprendieron los lindos azulejos blancos con girasoles pintados que cubrían todo el largo de la pared. La cocina estaba bien mantenida, y el refrigerador se veía medio viejo, pero en funcionamiento. Lamentablemente, estaba vacío.

—Davo.

—¿Hmm?

—Vení.

—Ya voy.

Esperé cinco minutos a que hiciera los cinco pasos que nos separaban, pero al parecer no podía despegarse de su joystick.

—Davo...

—¿Hmm?

—La heladera está vacía, ¿qué comeremos?

—Lo que quieras, yo como de todo. Avísame nomas cuando está todo listo.

Una sonrisa furiosa atravesó mi rostro, mientras lentamente abandonaba la cocina hasta colocarme entre él y el televisor, obligándolo a pausar.

—Davo...

—¿Si, señorita Da Silva?

Le quité lentamente de las manos el control, y lo puse en el mueble.

—Vamos a comprar víveres. Y ese vamos es plural. Yo tengo una dieta muy estricta, y no sé qué comerás vos. ¿Sabes cocinar?

Me negó con la cabeza, mientras estiraba las manos en busca de su juego. Un golpecito relámpago le hizo entender que lo dejara ahí, por ahora.

—Este es el trato que haremos: yo cocinaré, y tendré en cuenta tus gustos porque, mierda, me caes bien —Davo se apuró en sonreír—. Pero vos vas a lavar los trastes, y me ayudaras con las compras. ¿Capisce?

Esta vez asintió, pero nuevamente estiró sus larguiruchos dedos hacia el joystick. Esta vez no tuve tanta paciencia y lo puse de pie, tomándolo por la remera.

—Cuando volvamos jugas. Encontremos el supermercado más cercano primero, y abastezcamos el fuerte.

Siestas & TormentasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora