Prólogo

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Hoy había amanecido más oscuro de lo normal. Su corazón latía desbocado contra su pecho, sus fríos pies, galopantes, corrían con toda la fuerza que le quedaba. Sabía que le seguían, ella era la siguiente, pero se negaba a sucumbir frente al destino que le dictaba morir.
Ignis era capaz de escuchar el relinchar de los caballos persiguiéndola, mas eso no le frenaba a la hora de huir.

Mientras corría con todas sus fuerzas, su cabeza no era capaz de frenar aquello que le rodaba por su mente. Iba a morir. La iban a sacrificar sólo porque su pueblo creía en los dioses.
Ella no creía en nada de eso. Una persona moría cada diez años sólo por una estúpida leyenda de sus antepasados.

Ignis tenía un carácter temperamental, fuerte. Era independiente y confíaba en ella misma. Le encantaban los cambios que se producían en su vida, y nunca se echó hacia atrás. Lo pasado, pasado era.
Tenía gran fuerza de voluntad.
A sus veinticinco años, el único objetivo que frecuentemente deseaba en su vida, era llegar a ser libre, mirar hacia delante y obtener lo que tanto deseaba, una familia.

Aunque algo le dañaba por dentro, como una especie de visión. Como si supiera que su vida iba a terminar fundiéndose con la lava de aquel volcán, cuya ubicación se encontraba en lo alto de una montaña al noreste de la ciudad que habitaba Ignis.
Pero su temperamental personalidad, no le permitía parar de galopar cual caballo. Tenía que huir hacia el sur, junto al río, que casi sin vida, recorría los lados de los pequeños y estrechos caminos de piedra, y como todos los días, muy temprano, contemplaba el gran amanecer del sol ardiente.

Ignis, intranquila, se volteó para mirar a aquellos caballos de sedoso y oscuro pelaje junto sus jinetes, que se acercaban cada vez más.
Al presenciar que apenas estaban a cinco metros de alcanzarla, tropezó con una roca que sobresalía de la tierra.

Su vestido de tonos rojizos se había impregnado de un olor a hierba mojada, y en sus manos raspadas salía la poca sangre que se confundía con el fuego ardiente.
Al tropezarse con la roca grisácea del camino, ya no había vuelta atrás. Los caballos le habían rodeado, alzó la vista y contempló el paisaje por última vez.

Uno de los jinetes con más experiencia bajó de su corcel, extendió sus brazos y se dispuso a coger a la chica. Su misión era llevarla de vuelta al pueblo para así poder vendarle y atarle los brazos. Seguidamente, caminarían colina arriba, dirigiéndose al gigantesco volcán y así poder iniciar el sacrificio a los dioses.

Los jinetes volvieron a montar sus caballos, llevando a la chica con ellos.
La gigantesca ciudad, ansiosa por la llegada de Ignis, hija de la familia Firehill, ya habían puesto rumbo al noreste, un largo camino que duraría lo suficientemente para llegar a tiempo.
Se tenían que dar prisa si no querían sufrir la ira de sus superiores. Era necesario practicar el sacrificio cada diez años, a media noche.

A la familia de Ignis, con los corazones partidos en dos, le invadía una tristeza que recorría sus delicados cuerpos. Acostumbrados a este tipo de rituales, los cuales practicaban sus antepasados más antiguos, aceptaron el dolor que debían aguantar por sacrificar a su querida hija.
Todo por salvar a su querido pueblo.
Los hombres, montados en sus más preciados caballos, marchaban cabalgando hacia lo más profundo del bosque. En aquel misterioso lugar, se situaba la montaña más alta del país, y junto ella, el volcán más nombrado de todos, Vesubio.

Los habitantes, ansiosos de practicar el sacrificio, se prepararon para lo que se avecinaba. Todos ellos se repartieron por el gran temido volcán. Unos más en lo alto, y los más valientes, en la parte de abajo. Cada uno de ellos en diferentes partes de la gran montaña, listos para ver sacrificar a la chica de preciosos y rizados cabellos color fuego.

Todo estaba preparado, listo para lanzar aquella preciosa chica al cráter del volcán. Tan sólo porque los dioses han sido quienes han dictado los rituales durante miles de años, los más poderosos y superiores son los que mandan, así es el ciclo de la vida.
Ciertos hombres y mujeres emitían gritos de ansiedad, de querer ver a aquella inocente siendo empujada, para así poder acabar con la ira de los dioses que cubría con una cúpula cristalina a Pompeya. Otros, gimiendo de dolor y pena, sabiendo que una de sus habitantes iba a terminar fundiéndose con la ardiente y burbujeante lava.

Unos queriendo empezar, y otros queriendo acabar.

Los gritos de la gente se tornaban cada vez más fuertes mientras el relinchar de los caballos a lo lejos poseía más intensidad.
Ignis, sabiendo que su vida iba a finalizar en ese caluroso lugar, se dejó llevar por la fuerza que ejercía el hombre mientras este le arrastraba hacia dentro del cráter.
Su único objetivo en la vida de querer libertad y poseer una preciosa familia, iban a convertirse en tan sólo unos lindos sueños que terminarían por romperse, y ser destruidos por el gigante monstruo de fuego al igual que ella.

Preparados para el sacrificio, Ashnes, el emperador, subió hacia el lugar con ayuda de sus sirvientes, donde la preciada hija de la familia Firehill, iba a ser empujada por la mismísima mano del jefe.
Con sus ojos vendados, sus manos atadas a la espalda, y su más bonito vestido rasgado por la caída, Ignis decidió pedir un último deseo.

Un deseo en el que todo cambiara.
Un deseo que impida todo aquello.
Ella nunca se rendía, luchaba hasta el final. Le encantaban los cambios, pero este era uno que no deseaba.

Esperó hasta el último momento para atrapar los brazos del superior y con gran fuerza logró romper las cuerdas que aprisionaban sus raspadas manos.
Con gran audeza, ansisosa por volver a contemplar el paisaje con sus brillantes ojos color carmín y tonos de tierra, consiguió despojarse del vendaje que la mantenía cautiva.

Sintió una gran liberación. Se tomó una pequeña pausa para observar a su alrededor. Para su sorpresa, el gentío que se encontraba en el lugar donde su vida iba a acabar teniendo su fin, miraba sorprendidamente a Ignis.
La joven se encontraba en el centro de aquel desconcertante momento, era el centro de atención en ese preciso instante.

Sin pensarlo dos veces, sus pies empezaron a huir con rapidez de aquel lugar. Quería huir, huir con todas sus fuerzas. Huir lejos para que nadie pudiera hallarla, empezar de cero su vida y cumplir su objetivo, ser libre.
Un descuido de los guardias y la joven Ignis consiguió golpear a uno de ellos, librándose así de caer al profundo volcán.
Nadie la podía parar en aquel momento, excepto por un pequeño detalle. El volcán seguía repleto de personas odiosas, gente que deseaba haber sido quien, con sus propias manos, empujara a la chica hacia las profundidades, y con ella llevarse la ira que los dioses tenían preparada para la gran ciudad.

Aún sabiendo tal crueldad, seguía huyendo. Era imparable, una gran luchadora que es capaz de consiguir lo que se propone.
Una gran mujer que no merecía el destino que tenían preparado para ella. A pesar de todo lo ocurrido, nunca ha mirado hacia el pasado. Ha intentado luchar hasta el final, cambiar las cosas, tener otra perspectiva. Por muy malos que sean los acontecimientos del presente, siempre conseguía, de alguna forma u otra, darle la vuelta. Cambiar. Eso es, la palabra que la definía era el cambio. Y cómo no olvidar la palabra imparable.

Aún siendo uno de sus peores momentos, un momento en el que podría ser el final de su etapa, logró escapar de las garras de los monstruos que la perseguían, esas horribles criaturas arrogantes deseosas de terribles momentos y angustia.
Uno de esos bichos que se desplazaban a dos patas, consiguió agarrar las delgadas piernas de la chica, cayendo los dos por una no muy pronunciada pendiente.

La criatura de piel morena, pelo oscuro y ojos negros cual demonio, luchaba por capturar a Ignis, la cual no se cansaba de mover todo su cuerpo, intentando escapar de las sucias manos de aquello. Exacto, aquello no podía llamarse persona. Demasiado cruel para ser merecido de recibir ese nombre.
Tal y como pretendía la chica de cabellos rojizos, volvió a ser liberada de la tortura.

No le faltaban fuerzas para tener la vista al frente, y proseguir con el camino que se había propuesto hacer. Acabar con todo aquello quería.

De vuelta, algo volvió a frenarla y resopló. La pesadilla parecía que nunca tenía fin, como una pesadilla eterna, atrapada en ella y no poder despertar.
Ignis era demasiado lista, tan lista como un zorro, y con ágiles movimientos, una de sus piernas se alzó, golpeando al oscuro ser que la acorralaba, haciendo que cayera al suelo.
Pero la pesadilla seguía, atrapada en un bucle del que no podía escapar.

-Ésta vez no escaparás.-dijo una fuerte voz.

Sus ojos se agrandaron como platos al ver a aquella rama acercándose a su rostro. Derrumbada, cayó a la hierba situada bajo sus pies.
Después de aquello, lo único que pudo recordar fue cómo su cuerpo se quemaba al instante, fundiéndose con la lava del Vesubio, siendo parte de él.

VOLCÁN [Concurso literario elementales]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora