III. En los Jardines de Roma

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      Cinco años más tarde, en el camino que unía Nápoles con Roma resonaban innumerables imprecaciones a lo largo de casi una legua.
      Un agobiador sol de julio doraba las viñas que se extendían a derecha y a izquierda, quemaba los campos de maíz y las malezas y subrayaba las escasas zonas de sombra bajo los pinos, a lo largo de los cipreses, junto a los muros de argamasa de los rediles. La noche anterior, una de aquellas tormentas violentísimas que a veces se forman en los Apeninos y el viento del Este arrastra hacia el mar, había iluminado la campiña con interminables relámpagos arrojando torrentes de lluvia. La tima, sedienta hasta estallar, se había bebido toda aquella agua dejando surcos en un camino que la tormenta había acabado de destruir. Había comenzado a hundirlo, tres años antes, la artillería del rey de Francia, Carlos VIII, cuando iba hacia Nápoles después de la toma de Roma. Fue empedrado después de la retirada de los franceses, pero en aquel lugar, ya sea porque los galeotes la hubieran hecho defectuosa o porque así lo quiso la naturaleza del terreno, la célebre vía Apia parecía una trinchera.
      Todos se disputaban el paso. Se mordían los mulos cargados de bultos, se atascaban los palanquines entre los pesados bueyes grises y también los carros llenos de grano, acabando de interceptar el paso.
      A pesar de esto, tres jinetes remontaban rápidamente la corriente, deslizándose entre los carruajes y saltando los fosos. Cuando iban a llegar al otro extremo del trozo defectuoso, redoblaron las vociferaciones. Una treintena de jinetes que venían en sentido inverso apartaban a los muleros con la punta de sus lanzas para abrirse camino más fácilmente.
      —¡Paso...! ¡Paso...! ¡Apartaos...!
      A pesar de que llevaban la librea pontificia, color negro con rayas amarillas, los comerciantes y muleros protestaban. Entonces, su capitán gritó con fuerza y con más cortesía:
      —Dejadnos pasar, por favor. Tenemos la misión de ir a recibir al príncipe Alfonso de Aragón en la frontera napolitana. Cuando vosotros hagáis la siesta, nosotros estaremos corriendo todavía. Tened, pues, un poco de amabilidad.
      Al escuchar estas palabras, uno de los tres jinetes, que era delgado, con el cabello negro azabache, la mirada atrevida y el rostro regular, pero surcado por las arrugas, se volvió hacia el capitán. El más joven de sus compañeros lo detuvo con la mirada.
      Al mismo tiempo había hecho retroceder a su caballo para dejar paso a los guardias pontificios.
      —Era inútil decirles quién soy —explicó el joven a sus dos compañeros cuando pudieron situarse otra vez en medio del camino, después que pasó la tropa. Estos hombres encontrarán mi escolta, que debe estar a una hora de aquí. De esta manera podremos acabar el viaje en paz y entrar sin ceremonial en Roma.
      Tenía diecisiete años y llevaba un discreto jubón gris con escasos adornos de plata y un bonete negro con una corta pluma blanca. Había hablado con una voz fresca, pero triste.
      —Sí —continuó sosteniendo fuerte las riendas para calmar a su caballo. —Por lo menos, terminemos este viaje en paz... Después... Bueno, después que Dios nos ampare.
      Pero su rostro no estaba hecho para expresar tristeza. Tenía buen color, labios gruesos que se curvaban espontáneamente para sonreír, ojos alargados, bordeados por unas tupidas pestañas negras, y su cabello, tan oscuro como el de sus compañeros, formaba unos bucles alrededor de su frente.
       El de más edad, el que había estado a punto de revelar al capitán de la escolta que era precisamente al príncipe de Aragón a cuyo encuentro corrían, a quien habían estado atropellando a su paso, se encogió irrespetuosamente de hombros.
      —¡Qué diablo! Casarse no es una catástrofe. Más vale ir al altar que al patíbulo. Y a fin de cuentas, la muchacha es hermosa, podéis creerme. Dios sabe cuánto malo se os ha dicho de ella, pero nadie se ha atrevido a dudar de la perfección de su cintura, de su cuello y de sus ojos. ¡Y su cabello! ¡Ah, su cabello! Os juro que es el más hermoso de Italia.
       Se había ido entusiasmando al hablar. Sonrió vagamente, lo que podía significar: «Si se presentara la ocasión, yo no diría que no.» A esta expresión un tanto cínica y desenvuelta fue a la que contestó el joven Alfonso de Aragón.
       —Sí, pero en mi caso no es para una sola noche, sino para toda la vida. Tal vez tenga los cabellos de oro...
        —Tanto peor para ella si tiene el alma negra —concluyó alegremente su compañero. —A fe mía, monseñor, yo tengo veinte años más que vos, lo que no quiere decir que sea muy viejo, pero estos veinte años me han enseñado que un alma hermosa en una esposa fea no le acreditaba el paraíso al marido. ¿Qué opináis, Tomaso Albanese?
        Tomaso Albanese tenía, tal vez, dos o tres años más que Alfonso de Aragón, pero era menos hermoso que su señor, con el mentón más cuadrado, la mirada más dura, la nariz más prominente. No se dio prisa en contestar.
      —¿Queréis que os lo diga, Cervillón? No creéis ni una palabra, de lo que decís. Sois amigo de los Borgia, pero vuestro corazón es de Aragón, y os desagrada tanto como a mí el ver que nuestro señor se casa con una mujer que... Ya veis, os habéis ruborizado igual que nosotros cuando aquel campesino que plantaba palmas en la plaza de su pueblo nos ha contestado: «Es para celebrar la boda de Alfonso de Aragón y Lucrecia, la mujerzuela de Boma.»
       —Por favor, Tomaso —murmuró Alfonso de Aragón apresurando el paso de su caballo.
        —Es verdad —continuó Juan Cervillón —que hubiera preferido otro enlace para vos. Pero ¿conocéis la diferencia que hay entre el pueblo y los grandes? Los de abajo son arrastrados por los acontecimientos y los de arriba por la razón de Estado. Esta boda era necesaria, esto es todo. El destino ha querido que Ludovico el Moro traicione al Vaticano y que los Borgia, abandonados por Milán, se alíen con Nápoles contra Francia. Vuestra boda pone punto final al acercamiento que vuestra hermana Sancha inició con Joffré Borgia. Por una razón política podíais veros obligado a casaros con una coja, una tuerta o una jorobada. Se os da la joven más hermosa del mundo. No os atormentéis por lo demás.
Alfonso de Aragón detuvo bruscamente su caballo y murmuró con la cabeza baja, casi sin mover los labios:
-Dos asesinatos y dos incestos, esto es lo que tú llamas lo demás. Y aún me callo que Lucrecia, al no poder asesinar a su primer marido, decidió deshonrarlo, sin que le diera miedo hacer un falso juramento ante el tribunal divino.
        —El caso es -murmuró Tomaso— que una mujer de la reputación de Lucrecia necesita mucha audacia para jurar que es virgen ante él tribunal de cardenales.
       —Era el único medio que tenía de hacer anular su matrimonio— observó soñador Cervillón—. La idea no debe ser suya, sino de César.
        —O de Gandía —dijo irritado Alfonso de Aragón—, puesto que los dos eran amantes suyos. ¡Hermosa asociación! Se pusieron de acuerdo para arrojar a Juan Sforza. Después les atacaron los celos. Fue César el que tuvo más aplomo y Gandía el que apareció en el Tíber. Unos pescadores reconocieron a César y fueron asesinados para más seguridad. Por la noche, la que va a ser mi mujer cenaba con el hermano superviviente.
      —A mi juicio —, prosiguió Tomaso con brusquedad—, es mujer que necesita tener dos hombres al mismo tiempo. Después de muerto Gandía, eligió a uno de sus escuderos, un tal Pedro... Y César lo arrojó también al Tíber. Es un juego como cualquier otro...
       Una mirada de Cervillón le interrumpió. No tenía sentido abrumar más todavía a Alfonso de Aragón, que hundía la cabeza entre los hombros y se mordía los labios.
       —¡Qué época tan horrible!— murmuró por fin.
       —Todos los hombres han dicho lo mismo de su época— replicó Cervillón.
       —En otros tiempos...
       —La única diferencia que existe entre nuestros tiempos y los pasados es que hoy sabemos io que pasa. En cambio, no conocemos las épocas anteriores más que por poemas, leyendas, narraciones históricas que no valen mucho más.
       Alfonso insistió:
       —En tiempos de los caballeros...
       —Habéis leído demasiados libros de caballería. Creedme, se ha traicionado y se ha asesinado en todas las épocas. Ha habido mujeres como Lucrecia y aventureros como César bajo todos los cielos. Dentro de un siglo los que lean a nuestros poetas o admiren nuestros cuadros, creerán que nos pasábamos la vida adorando a la Sagrada Familia o haciendo la corte a nuestras bellas.
       —No importa, no me negaréis que nunca Roma...
       —Nunca Roma ni Italia han trabajado tanto como hoy por la eternidad. Contemplad ese mármol que llevan esos carros. Con toda seguridad subirá pronto hacia el cíela Nuestros edificios crecen tan de prisa como los manumentos de hace unos siglos. Nuestros navios desafían a los mares desconocidos. Nuestros pintores transforman el mundo y nos dan el rostro del hombre con una precisión que los antiguos no habían alcanzado nunca. Ya no se puede decir de la empresa más disparatada que sea quimérica, ya que no hay quimera que no seamos capaces de convertir en realidad tangible.
       —El precio es alto.
       —Vale la pena arriesgarse. ¿Qué importa el esclavo aplastado por el bloque de Carrara, si el bloque es hermoso? El fin justifica los medios.
        —No hay fin por noble que sea que no pueda ser corrompido por los medios, esto es lo que yo pienso.
Tomaso, que con esta discusión se aburría, había ido siguiendo el airoso paso de una campesina de redondas caderas que llevaba una vasija de aceite sobre la cabeza. Después se alzó sobre sus estribos y exclamó:
       —¡Allí está Roma!
       Era tan feliz como un grumete que anuncia: «¡Tierra!»
La mirada de Cervillón también se aguzó y Alfonso de Aragón volvió a levantar la cabeza a pesar de su pena. ¡Roma, la ciudad más hermosa del mundo! La forja que destilaba oro y sangre. El joven príncipe trató de distinguir a través de la bruma de calor, detrás de su halo azulado, el recinto de aquel prestigioso lugar que le hacía temblar y arder al mismo tiempo.
       Pero el paisaje estaba obstruido por una perspectiva de barracas. Cervillón explicó que el papa Alejandro había dado asilo a los judíos españoles y les había señalado aquel alojamiento. Los franceses habían incendiado las casas y los judíos las estaban reconstruyendo. Hombres y mujeres andaban atareados transportando tablas. Una bonita muchacha morena de perfil oriental miró atrevidamente al joven príncipe y luego hizo un comentario con su compañera, en lengua desconocida. No obstante, por el tono se colegía que Alfonso le había gustado. El joven se sonrojó.
       En el fondo de sí mismo ocultaba una congoja que hacía más terrible aún su aproximación a Lucrecia. No se atrevía a confesar a sus dos compañeros que, a despecho de sus diecisiete años, era virgen aún, y se preguntaba angustiado lo que podía ocurrir la próxima noche en que se vería obligado a dominar aquella hermosa y demasiado célebre criatura. Porque lo cierto era que lo asustaba tanto por su reputación criminal como por su belleza y la aureola de amor y de fiebre que la envolvía.
        El cielo enrojecía cuando los tres caballeros entraron en Roma. Empezaba uno de los crepúsculos latinos que parecen no acabar nunca, cálidos, acompañados aún por el zumbido de los insectos, impregnados del perfume de los frutos y el olor de los asados. El Tíber arrastraba sus aguas amarillas entre los muelles cubiertos de hierba, estrechándose de trecho en trecho bajo las bóvedas de los puentes, cuyas almenas se ofrecían anaranjadas al sol poniente, mientras las pilastras de sus arcos se sumían en una oscuridad malva. Los cristales de las fachadas, blancas o de color ocre, reflejaban el deslumbrante incendio del cielo en el horizonte. Pero las callejuelas angostas que parecían hundirse entre los palacios eran como sombrías gargantas por las que descendía el rodar de las carretas, el vocerío de los vendedores y, como una ahogada risa, el rumor del interior de las tabernas.
Pese a lo avanzado de la hora, la circunstancia de Roma en fiestas para celebrar el segundo matrimonio de Lucrecia, permitía a los vendedores seguir ensalzando hasta la noche sus cerámicas, sus pesadas y crujientes sedas y sus piezas de suave terciopelo napolitano que iluminaban con candelabros.  Las mujeres ofrecían sus cestas en las que exhibían las frutas, las primeras uvas ya polvorientas y ennegrecidas, las peras de Viterbo estrujadas por el sol y asesinadas por enjambres de abejas doradas. Uno gritaba: «¡Vino del mejor!» Otro: «¡Aceite! ¡Miel!» Alrededor de unas mesas montadas sobre caballetes, soldados y pescadores jugaban a las cartas; se perseguían los niños de pies desnudos y rostros enmarañados, mezclados con gatos, en las sinuosas callejuelas que subían en peldaños; otros, armados con pedazos de carboncillo, dibujaban a capricho en los bloques de piedra amontonados en medio de una plaza, protegidos por las redes tras las cuales, de día, habían debido trabajar arquitectos y escultores; veíanse obreros ocupados en montar los estrados sombreados por laureles, destinados a los músicos para las fiestas de la boda; un surtidor de fuegos artificiales, encendido por descuido, surgió al paso del príncipe y sus dos compañeros, y se elevó palideciendo hacia el cielo verde; entre los bloques de nuevas casas, se extendían de trecho en trecho, declives cubiertos de hierba, sembrados de ruinas rosa, donde todavía pacían los rebaños; luego se abría otra calle animada por las voces de los vendedores de pescado, de cuero, de especias de Asia y reliquias para peregrinos, cada vez más nume rosos en la ciudad santa, que podían reconocerse por sus rostros cansados, su atuendo teutónico o eslavo y sus ojos inquietos o extasiados.
       A veces, Alfonso de Aragón se había entretenido siguiendo con la vista, entre las orejas de su montura, el indolente contoneo de una pequeña vendedora de almoneda, el paso de las sirvientas con el pelo recogido por un pañuelo, con una mano sosteniendo las cestas que llevaban sobre la cabeza y la otra recogiéndose la falda. Admiraba los blancos brazos de las jóvenes romanas surgiendo de sus mangas cortas y arrojando confeti para los clientes y se estremecía al ver, un instante, un pálido seno que escapaba de un corpiño demasiado escotado. Como Tomaso, había seguido disimuladamente el altivo porte de las cortea sanas paseando con su velo de púrpura. Se alejaban, tan hieráticas como los inmóviles arcabuceros que se descubrían, de pronto, al volver la esquina de una callejuela, ante la majestuosa puerta de un palacio en cuyas ventanas se combaban las rejas.
       En Nápoles el joven había conocido atardeceres semejantes, algo más sofocantes, en sus calles tan hormigueantes como éstas y más coloridas aún, pero en Roma le impresionaba por el exceso de su riqueza y los misterios que en su imaginación encerraba. Sabía, además, que tras las azuladas murallas del Vaticano vivía la mujer perversa y misteriosa a la cual estaba prometido. ¿Qué estaría haciendo en aquel instante? Se la imaginó bañándose y puliendo su cuerpo demasiado experto, perfumando sus cabe líos demasiado célebres. Tal vez ella se estaba haciendo preguntas sobre el joven príncipe con quien, muy pronto, iba a compartir el lecho. Y Alfonso hundía las uñas en la palma de sus manos previendo anticipadamente la decepción y el afecto compasivo en que acabaría todo. Otro temor se añadía a los muchos que experimentaba. Tenía un año menos que Lucrecia.
       Se despertó de su sueño bajo las bóvedas del Vaticano. Cervillón parlamentaba con un capitán. Apenas fue pronunciado el nombre De Aragón, el capitán se apresuró, un poco atolondrado. Atravesaron un inmenso patio, magnifico, ya sumido en la sombra. Alfonso de Aragón, que iba delante, se tropezó en una escalera, con un personaje no menos asustado, que se presentó él mismo. Era Burkhart, el maestro de ceremonias. Lo lamentaba, pero se permitía observar a Su Señoría que aquella llegada era poco protocolaria. Se atrevía a deplorar que Su Señoría hubiera abandonado la escolta y no se hubiese dado a conocer a la compañía de honor que se había mandado a recibirle en el camino. En resumen, era una lástima que Su Señoría hubiese hecho una entrada tan poco digna de su categoría en el recinto del Vaticano. Su Señoría César Borgia, indudablemente lamentaría no haber estado presente para recibirle.
        —Está bien —dijo Alfonso altanero—. Esta noche sólo me hace falta una cena ligera en mis habitaciones y una buena cama se encargará del resto. Mañana, todas las ceremonias que queráis. Por hoy no deseo otra visita que la del sueño. Ya lo habéis oído.
       Cuando se hubo retirado el maestro de ceremonias Burkhart, Cervillón felicitó al príncipe por su tono autoritario.
        —Así hay que hablar. Y no olvidéis que el tono que habéis empleado con el servidor, conviene también para el dueño. Tratad a César Borgia tal como habéis tratado a Burkhart. Esa gente os necesita. Su política pende de Ná-poles como una tela de araña de una viga. Aprovechaos de ello para tratarles como un príncipe. No vayáis a tomar el sesgo de vuestra hermana Sancha que, apenas casada con el pequeño Joffré, se ha convertido en una Borgia. Seguid siendo Aragón... y cuidad Aragón.
       —No tengo mucho apetito. Sólo deseo un baño y unas frutas. Y después, dormir.
      —No es la forma más adecuada para reponerse de la fatiga —refunfuñó Cervillón—. Si no estuviera ocupado en la vigilancia de vuestras habitaciones, iría a cuidar mis agujetas de jinete en la taberna de la «Serpiente» o de la «Vaca». Hay vino blanco y muchachas negras y esta noche habrá en vuestro honor fiesta, música y aventuras.
        Por un instante Alfonso estuvo tentado de levantarse y contestar: «¡Vamos los tres!» Bastaría un antifaz para sustraerse a la curiosidad de la policía romana. Al azar de la fiesta, podría encontrar una cortesana y aprender en sus brazos los secretos amorosos que permanecían ignorados para él. Pero acto seguido pensó que la presencia de sus dos compañeros le estorbaría. La verdad es que en presencia de ellos no se atrevería a escoger una mujer por miedo de que su inexperiencia fuese demasiado ostensible. Lo mejor era alejarles.
       —No me haces falta, Cervillón. Ni tú, Tomaso. Podéis ir a divertiros los dos. Bastantes guardias hay en palacio para defenderme.
Cervillón pareció tentado, pero pronto cambió de opinión.
       —¿Y quién os defenderá contra los guardias? —preguntó gravemente.
       —No creo que sea esta noche la indicada para buscarme pelea. Tú mismo lo has dicho. La fortuna de los Borgia depende de este matrimonio...
       Unos instantes después, el príncipe estaba solo en la inmensa pieza de ventanas abovedadas, de deslumbrantes cuadros, de pesados tapices. Los criados habían dispuesto ya las frutas, el pescado frío y las botellas de vino que había pedido.
       Delante de un estrecho espejo habían depositado un barreño de agua humeante, ropas tibias y perfumadas, frascos de aceite y perfumes. El joven dio una vuelta por sus dominios.
       A pesar de su intensa fatiga y del horror que seguía sintiendo hacia aquel matrimonio y de las concretas inquietudes que le producía la perspectiva de sus deberes nupciales, se sintió, de pronto, de buen humor.
        Empezó a desnudarse atropelladamente, arrojando su jubón como una pelota. De un puntapié mandó su camisa encima de un escabel. Luego, se sumergió en el barreño de agua caliente. Se sentía bien. «Si fuese un gato me pondría a ronronear», se dijo. La fatiga y el polvo de los caminos huían a la vez de su cuerpo.
        Se friccionó, desnudo, con aceite, ante el espejo. Su torso sin grasa, sus largos y musculosos muslos, sus brazos jóvenes y robustos, brillaban, acariciados por el oro vacilante de los candelabros.
Se acercó al espejo y contempló su rostro, todavía imberbe, que sonreía. Sabía que su sonrisa era sugestiva. Se lo habían dicho ya las españolas y las napolitanas. «Después de todo -se dijo-, puedo gustar.» Uno de los frescos representaba un adolescente casi desnudo armado de una daga con la que hendía unas ramas primaverales. Pensándolo bien, Alfonso se convenció de que no tenía nada que envidiar a aquel Adonis.
       El tiempo era tan bochornoso que el joven no tenía prisa en volver a vestirse. Contempló aún sus ojos cálidos y sus frescas mejillas en el glauco espejo que fundía sus facciones, que ofrecían un contorno empeñado, suave, misterioso. Después corrió a sentarse a la mesa. La verdad es que se moría de hambre.
Partía los panecillos redondos, especialidad de Roma, probaba a la vez todos los platos, vaciaba su vaso y lo volvía a llenar, feliz de la libertad de que gozaba.
       La cera de los candelabros se iba fundiendo. Fuera, el cielo conservaba el ardor que no disminuye con la noche, en verano, pero ya los edificios se recortaban en masas oscuras. Brillaban, ligeras, algunas estrellas. «La verdad es que no tengo ganas de acostarme», pensó. Trazó su plan. Los soldados lo conocían. Bastaría bajar por la escalera y atravesar al patio para franquear sin obstáculo la garita. Una vez fuera, se pondría un antifaz. La danza y las incidencias de la fiesta harían lo demás.
        Se enfundó un traje de tela rojo oscuro, por encima de los calzones grises. Estaba satisfecho de las aplicaciones de oro batido que adornaban sus mangas y se deslizó por los corredores de palacio con aires de conquistador.
        El patio se hallaba desierto. En la puerta fue reconocido y le fue ofrecida una escolta, que rehusó.
Roma se había transformado en pocas horas. La ciudad era un tenebroso laberinto. Aquí se encontraba una, inmensa, deslumbrante de luz, allá una callejuela en la que cada puerta era una taberna de la que brotaban reflejos de incendio. Algunas eran subterráneas, y de ellas, a través de los tragaluces surgían resplandores como de forja clandestina, efímeros fuegos artificiales que iluminaban los tejados. En algunas calles, hombres y mujeres bailaban en el arroyo. Había parejas que se entrelazaban en la sombra, bajo los emparrados de las casas. Unos músicos tocaban sentados en el reborde de mármol de una fuente. «Todo esto no me proporciona una mujer», pensó Alfonso al desaparecer la excitación que le había causado al principio la alegría popular. Se había cubierto el rostro con un antifaz y procuraba adoptar un aire de naturalidad.
        Dos muchachas le arrojaron confeti que se pegó a sus bucles. Quiso seguirlas, pero se asustaron sin duda porque su antifaz y los adornos de su capa revelaban su condición.
        Renunció a deambular por las calles, entró en la primera taberna que se le ofreció y se sentó en el extremo despejado de una larga mesa.
Se hablaba fuerte. A pesar del chocar de los vasos, el rechinar de los taburetes y, sobre todo, las particularidades del acento romano, el príncipe seguía las conversaciones y se sentía aterrorizado de su único tema: su matrimonio con Lucrecia.
Un hombrecito con un traje de terciopelo rojo ajado, que seguramente era el desecho de un gran señor, decía que si durante unos días el vino corría gratis en Roma para celebrar la boda, la pareja haría correr luego la misma cantidad de sangre.
        —Están hechos el uno para el otro, Alfonso y Lucrecía. Los dos son españoles, acampados en Italia como piojos en el cuerpo del peregrino.
       —¿Sabes algo de él? -preguntó un anciano con una barba que le tapaba hasta los ojos.
        —Que se casa con Lucrecia y esto basta para retratarlo, ¿no lo crees así? ¿Te casarías tú con Lucrecia?
       —Por un cuarto de hora, no digo que no —contestó un joven rubio con una mirada de paje—. Tiene la piel más suave que mi cama.
       —Lo que se dice, lo sé muy bien —repuso el anciano—, es que se ha acostado con sus dos hermanos y que asesina a sus amantes, pero ¿de quién no se dice hoy algo parecido? ¿Es que no se puede oir cada día un nuevo horror de los Orsini, los Colonna, los Sforza, los de Mantua y los de Ferrara? Por lo que se refiere a muchachas secuestradas, hay reyes que lo prohíben. Y, no obstante, cada día hay algún secuestro. Os está hablando un patrón de pesca. Pues bien, os digo...
        Bajó la voz:
        —Os digo que muchas veces, más veces que beber gratis, he de volver la cara, santiguarme a la callada y soltar la red sin querer enterarme de la persona a quien pertenece la cabeza que se ha metido en ella. Antes, cuando era joven y las redes pesaban, los muchachos se reían. Tiraban del cabo cantando para dar gracias a la Virgen María. Ahora se miran unos a otros. Han comprendido y saben muy bien que no se trata de pescado. A veces, por la noche, se muestran más valerosos. Se sube el bulto a la barca y se le quitan los vestidos. En el estado en que se encuentran, ninguna falta les hacen los vestidos, ¿no es verdad? A veces se encuentra oro en los bolsillos. Esto prueba que los que han perpetrado el crimen no son ladrones. Antes se podían tener ideas claras. Los salteadores asesinaban a las personas. Si uno se encontraba con nn moribundo, se podía llamar a la guardia. Ahora lo mejor es olvidar, lo más pronto posible. Si uno estima su piel, naturalmente.
Alfonso tosía, con la garganta irritada por el humo acre que se desprendía chisporroteando de las antorchas fijadas en las paredes. Había pedido vino y bebía maquinal, mente, a pequeños sorbos, sin atreverse a mirar a aquellos cuya conversación escuchaba con horror y curiosidad a la vez.
       —Es verdad lo que dice el viejo —dijo un mocetón rubicundo de cabello azafranado y con una cicatriz que le prolongaba la boca hasta la oreja. —Sin jactancia, puedo decir que hace veinte años que sirvo en el Ejército, hoy a unos y mañana otros. Aunque nací en Baviera, he sido soldado de caballería con los suizos, he saqueado Borgoña, he servido al rey de Francia en su cuartel de Lyon, he derrotado a los milaneses con las compañías francas de Lu-dovico el Moro. Esta herida que veis no es moco de pavo. La recibí en un combate naval, sirviendo a Fernando el Católico. Por fin, os diré que las he pasado de todos colores, pues incluso he sido prisionero en Argel. Bueno, esto no os interesa. Cada cual tiene interés en sus propias historias, ¿verdad? De todos modos, los días feriados son días feriados y en ellos se habla y se escucha. Se dicen tonterías, pero se oye con gusto. Probablemente os voy a decir una, pero, por mi cicatriz, que es verdad. He servido en Roma y he visto de cerca las personas de quienes estáis hablando. El día de sus primeras nupcias, este que os habla sujetó con sus propias manos a Lucrecia cuando huía por los corredores perseguida por su hermano. Esto fue la misma noche de su boda con Juan Sforza. El otro, como un ingenuo, hacía como el que no ve. César cogió a la pequeña debajo del brazo y adelante con los faroles. Si miento, así...
No se le ocurrió lo que el cielo debía hacerle si mentía, pero con un gesto amplio evocó todas las catástrofes posibles.
       —Ya que os interesa — prosiguió, —debéis saber que más tarde pasé al servicio del duque de Gandía. Un buen muchacho, un mocetón que sólo pensaba en divertirse con bribonas, pero no tan malo como los demás. Sólo era molesto porque había que estar de plantón cada noche, delante de la casa donde había encontrado la suerte, nunca la misma, por supuesto... ¿Qué os estaba diciendo? ¡Ah, si! Un día, yo estaba de guardia delante de la puerta de Gandía cuando ó César. Al cabo de un momento se pusieron a rugir como dos bestias de Africa. Agucé el oído, y ¿qué creeréis que oí? César estaba tratando de incestuoso a su hermano. El otro intentaba negar. «¡No es verdad —repetía—. La quiero como a una hermana, esto es todo.» «Lo sé cierto —vociferaba César—. Micheletto os ha seguido a los dos.» De pronto, he aquí que mi Gandía cambia de tono. Admite el hecho y añade: «En todo caso, si yo he cometido un incesto, es porque tú me has enseñado el camino. Tú te has acostado con ella antes que yo.»
        Y entonces se enzarza la disputa para saber quién de los dos se había acostado primero con Lucrecia, pues, como podéis suponer, no podía tratarse de otra mujer. Ya conocéis lo que sigue. Un mes después yo estaba con el duque de Gandía...
       Se interrumpió porque su vaso estaba vacío. Sus tres interlocutores se atropellaron para servirle. El de caballería hizo una pausa deliberada para darse mayor importancia y prosiguió:
       —Un mes más tarde, Vanozza, la madre de Gandía, de Lucrecia y de César, esa madre que ellos ocultan porque es plebeya, invitó a los dos hermanos a comer en su villa de Coelius, allá por el lado de Suburre en medio de conventos y naranjales. Es una hermosa villa. La comida fue muy amena. Atardecía. Un atardecer como cualquier otro. César y Gandía salieron bastante temprano. Un caballero enmascarado les esperaba en la avenida. No sé lo que diría Gandía, pero éste adoptó sus aires de conquistador feliz. Sin duda, creía que lo llevaban a una cita con una mujer. Después de todo, en mi país dicen que la muerte es mujer y no falta quien pretende haberla visto. Gandía nos despidió con un gesto. «No quiero escolta», dijo. Bajé por el Coliseo. Anochecía. Yo tenía una noche libre. Bueno, lo que hice aquella noche no os interesa. Los pequeños sólo se interesan por los grandes. La cosa es que al día siguiente, Gandía no apareció. Yo pasé el tiempo jugando a las cartas con mis camaradas. Todos fuimos interrogados más tarde, cuando le pescaron en el Tiber, como ya sabéis, con las manos y los pies atados, siete heridas, la garganta cortada, degollado como un pollo de Borgoña. Yo, que no soy un tonto, dije: «Un caballero enmascarado.» «¿A quién se parecía?» «Pues, se parecía a un caballero enmascarado.» Me trataron de imbécil. Era lo que deseaba porque si llego a decir que se parecía a Micheletto, bueno, abuelo, seguro que me pesca en su red.
       —¿Quién es Micheletto?
La pregunta se le había escapado al príncipe. Los cuatro hombres se volvieron hacia él.
        —¡Lo sabe todo el mundo! -exclamó el muchacho—. Es el puñal de César Borgia, el hombre que...
        El de caballería le hizo callar con un gesto.
       —Y antes veamos quién sois vos, señor inquisidor enmascarado.
        Al oír le palabra enmascarado, los tres compañeros del soldado quedaron como si les hubiera alcanzado un rayo. Hasta el viejo pescador se santiguó. Alfonso comprendió que, impresionados por di relato, los hombres se preguntarían si el desconocido que les había estado escuchando desde el extremo de la mesa no sería, precisamente, Micheletto.
        —Camarada —dijo el soldado, —esta noche me he dejado llevar un poco por la bebida para celebrar la boda de nuestra Lucrecia con Alfonso. No hay que tomar mis palabras al pie de la letra. Nadie ignora que cuando el vino habla, la razón se calla. Pero me gustaría ver tu rostro.
       El príncipe se levantó a su vez. Tiró una moneda sobre la mesa, pasó por entre la hilera de taburetes y avanzó un paso hacia la puerta del cuchitril. Un solo paso, pues el viejo soldado le cerraba silenciosamente di camino, sin un gesto agresivo, en silencio.
         El pescador miraba al prínicpe con un terror supersticioso. El hombre vestido de terciopelo rojo se levantó y fue a colocarse delante de la entrada de la taberna. El muchacho rubio, temblándole las manos, trataba de adoptar un aire arrogante.
        El primer pensamiento de Alfonso fue descubrir su nombre. Pero no era posible después de haber oído lo que allí se había dicho él y de Lucrecia. El silencio que había mantenido se hubiera interpretado como el deliberado deseo de dejar hablar a los charlatanes para hacerles arrestar acto seguido.
        —No me quitaré el antifaz —dijo—. Pero nada tenéis que temer. No voy a denunciaros. Los crímenes de que habláis me inspiran tanto horror como a vosotros mismos.
        El viejo soldado no pestañeó. Alfonso respiraba su alíento avinado. Se contemplaron un instante todavía. Después salió a relucir un cuchillo. El príncipe se creyó alcanzado: la hoja había rozado su rostro. Dio un salto de costado, se llevó la mano a la frente, se sorprendió de no sentirla húmeda de sangre. Comprendió en seguida que el viejo soldado, hábilmente, se había limitado a cortar la cinta del antifaz.
        Todo el mundo en la taberna había visto el destello de la hoja. Hubo taburetes por el suelo. Unos pescadores, temiendo las consecuencias de la pelea, se agolparon hacia la puerta. Aprovechando el tumulto, Alfonso se precipitó también hacia la calle. Escuchó la caída del soldado al tropezar con el taburete que él le había arrojado entre las piernas. En la entrada se erguía el hombre vestido de terciopelo rojo, con ademán resuelto. Alfonso se sacó el puñal del cinto. Tres días antes bahía practicado un asalto de esgrima con Cervillón y se sentía seguro de su muñeca. Un solo pensamiento le ocupaba: «¡Malos son mis primeros pasos en Roma!»
No tuvo necesidad de atacar, pues su adversario se hizo a un lado. La calle se abría ante él, poblada de gentes en fiesta. Esto era Roma, una mezcla de alegría y terror.
         Corrió mucho rato, penosamente. Su larga capa le estorbaba. Cuando se detuvo a respirar, su alegría se había esfumado. En el murmullo de las calles le parecía oír el eco de la conversación que resonaba aún en sus oídos. Si una pareja hablaba cuchicheando, le parecía que hablaban de los crímenes de Lucrecia y sus hermanos. Incluso d amor le causaba horror, porque después de lo que había oído, el amor sólo era para él una mezcla de voluptuosidad, de vicio y de crimen.
        Temía el contacto de Lucrecia hasta el punto que su propósito de hacer sus primeras armas con una cortesana le pareció infantil. Sólo podría enseñarle los más anodinos gestos del amor, tina pobre ciencia que de nada le serviría para abordar a la que ya consideraba como un monstruo.
         Como no daba con el palacio, preguntó el camino a un paseante solitario que bebía agua en una fuente. El interpelado se lo explicó en mal italiano y a su vez le preguntó:
       —¿Sois también peregrino? Yo vengo de Valencia. Había hecho la promesa de ir a la ciudad santa si se curaba mi hija. Y aquí estoy alcanzando indulgencias para ella y toda mi familia.
         Roma no era sólo la mezcla de alegría y terror que el joven príncipe había visto al principio. Había que añadir la piedad y la belleza, como tuvo que confesarse al contemplar la cincelada fachada de un elevado palacio.
         Volvió a entrar, pensativo, en el majestuoso patio del Vaticano. Estaba triste, cansado, pero en el momento de volver a subir a su habitación, sintió que su fatiga no iba a calmarla el sueño. Quiso andar un poco más. Atravesó un segundo patio y se adentró bajo unas bóvedas. Luego el cielo reapareció encima de él y se sintió envuelto por el perfume de la tierra y de las flores. Una luna tenue hacía resaltar las puntiagudas hojas de las adelfas, barnizaba los bosquecillos de naranjos y recortaba el encaje de los pinos. Alfonso andaba lentamente siguiendo una blanca avenida entre el murmullo de las fuentes.
        Tanta serenidad hacía más amarga su pena. Aquel parque le recordaba el jardín de su infancia y el sabor de las ciruelas tibias aún del día que le gustaba comer por la noche, figurándose que era un viajero... Siempre le habían gustado los barcos. A los diez años con un simple cuchillo, construía minúsculas carabelas, inspirándose en los dibujos que le había regalado un viejo oficial de su padre, que había mandado galeras que llegaban hasta las costas turcas, había visto Jerusalén y había desembarcado en las costas de Argel. Los viajes de Cristóbal Colón hablan estimulado su imaginación. Por la noche, le agradaba salir de su habitación por la ventana, hundirse en un macizo de boj y adentrarse en el jardín, como si estuviera en un país de indios. Se imaginaba desembarcando solo de su buque de alto bordo para explorar desconocidas tierras. Saboreaba el fruto de los ciruelos como si cada vez fuese la primera que lo comía. Imaginaba gritos salvajes para esconderse y arrastrarse por la hierba. Al crecer, sus sueños de muchacho aventurero se habían completado con la aparición de una princesa india. La encontraba. Ella exhalaba un grito. A veces era ella quien lo salvaba de los terribles indígenas. A veces, en cambio, era él quien arrancaba la muchacha de las garras de una tribu salvaje. Entonces ella posaba su cabeza en su hombro y lo contemplaba con admiración por haber ido desde tan lejos a bordo de un navio tan grande.
         Alfonso se tendió en un banco de mármol que rodeaba una fuente y cerró los ojos. De la pequeña cascada se desprendía una frescura que atemperaba el bochorno de la noche.
          Para cerrar el paso de la idea de su horrible boda, el joven se esforzaba en evocar las imágenes de sus sueños de niño... El pulgar ensangrentado manchando la pequeña carabela de velas cortadas de una camisa vieja, el ciruelo, las dulces caricias de la princesa exótica.
        —¡Hablad! ¡Hablad, os lo ruego! ¿Os encontráis mal? ¿Estáis herido?
         Estas preguntas, ansiosamente formuladas por una voz tierna, las oía Alfonso como en un sueño y se confundían con el de su imaginación. No se apresuró a abrir los ojos porque temía que, al hacerlo, se sueño se desvanecería. Pero al sentir que una mano se posaba sobre su frente y otra en su cuello, se sobresaltó, se incorporó bruscamente. Quedó mudo de asombro.
        —¡Oh, perdonad...! Os he visto tendido en este banco. Vuestra cabeza colgaba y esto me ha hecho temer que estuvieseis herido.
         Alfonso contempló la muchacha que estaba a su lado. Era de aventajada estatura y bajo la luna sus rubios cabellos brillaban como un casco adornado con millares de serpentinas.
         Se dio cuenta que sus manos sujetaban las de la muchacha, que había cogido bruscamente al despertar cuando le rodeaban el cuello. Las soltó, se puso en pie y murmuró:
        —Perdonad...
         Creyó que la aparición iba a desvanecerse, pero no fue así. Aquella hermosa mujer estaba tan cerca de él, que algunos cabellos rubios llegaron a acariciarle el mentón, agitados por uno de estos hálitos nocturnos que dan la impresión de que un jardín se ha puesto a respirar.
        Ella hizo el primer movimiento. Dio unos pasos alejándose de la fuente y Alfonso la siguió. Era evidente que la muchacha no intentaba romper la conversación, sino que, por el contrario, parecía querer que él la siguiera. Llevaba una camisa blanca muy liviana, que se transparentaba con la luz de la luna. De trecho en trecho la joven se recogía la volante falda de su capa oscura, con apagados reflejos de plata, que se deslizaba de sus espaldas.
Ella fue la primera en hablar.
        —Me he asustado al veros tendido al borde de la fuente y también porque vuestro rostro me es desconocida
        Quedó pensativa.
        —Pocos rostros me son desconocidos aquí.
        —Es que acabo de llegar — balbuceó el príncipe.
         —¿De dónde?
         —De lejos.
En seguida se dio cuenta que la vaguedad de su respuesta rozaba la descortesía. Parecía querer dar a la desconocida una lección de discreción contestando vagamente una pregunta que exigía el nombre de una ciudad o de un país.
       —De Nápoles.
       —Estuvo a punto de añadir: «De Nápoles de Italia, del otro lado de los mares», pues ésta era la fórmula que de niño empleaba en sus respuestas a la princesa india.
        La muchacha se había detenido. La luna iluminaba su rostro. Alfonso se quedó sobrecogido al ver el destello noo turno de sus ojos, la transparencia de su piel y la frágil nobleza de sus rasgos. Sólo después se dio cuenta de la emoción que traducían, sus labios entreabiertos.
         —¿Formáis parte del séquito de Alfonso de Aragón?
        Había contestado que sí, al azar. Después, vacilando, quiso rectificar.
        —No tiene importancia — dijo ella—. Me da lo mismo que forméis parte del séquito de Aragón, del Gran Turco o del Viejo de la Montaña.
        En la respuesta aparentemente desabrida había un destello de desesperación, que impresionó al príncipe. Sin pensarlo, audaz como buen tímido, volvió a coger la mano que había soltado hacía sólo unos instantes.
        Los dos habían reanudado la marcha. La mano suave no intentaba escapar a la presión de la otra. Al ritmo de la marcha, Alfonso sentía contra el dorso de su mano los helados pliegues de la capa y la tibia suavidad de la camisa bajo la que palpitaba a cada paso una cadera flexible.
        Aquel contacto modificó el curso de sus pensamientos. Primero había intentado seguir su sueño dando rienda suelta a su imaginación. Después se sintió emocionado. El amor no se le ofrecía ya como un arrebatador intercambio platónico, ni como el ardiente fuego venenoso que evocaban en él las locuras de Lucrecia, sino que le parecía una tendencia natural e irresistible. La noche y el azar eran sus cómplices. De pronto dejó de pensar en el futuro. Existía la eternidad en los instantes que saboreaba y aunque la muerte le esperase al amanecer, ni siquiera se hubiera inquietada Su único afán era perder su cuerpo como un río en aquel cuerpo tan próximo y tan lejano que andaba a su lado entre él susurro de la seda, d roce de los cabellos y el crujido de los guijarros.
         Deseaba escuchar su voz, pero la muchacha permanecía callada. Intentaba recordar el acento de su vos. Buscaba una frase para darle ocasión de contestar. Luego se le ocurrió la idea de que si creía que él formaba parte del séquito de De Aragón, sabiendo que Alfonso iba a casarse con Lucrecia, podía creerle entregado a todos los horrores que habían formado la reputación de ella.
        —No me gustan las cortes —dijo—. Las capitales me dan miedo. Las intrigas y los escándalos de palacio me causan horror. No quiero que creáis...
        Se calló, comprendiendo que aquella declaración hecha a quemarropa era estúpida y preguntándose por primera vez quién era aquella muchacha. Las muchachas no surgen por generación espontánea en los jardines, como las abejas en las tripas de los toros o los ratones en la paja.
         —Vais a preguntarme quién soy —murmuró la muchacha—. Lo queréis saber, ¿no es así?
        Lo dijo con voz colérica. Y prosiguió más bajo:
        —¡Queréis estropearlo todo!
        Alfonso sintió una brusca alegría. Para que la muchacha tuviera miedo de estropear algo, era necesario que el anodino paseo signifícase también algo para ella. Tenía razón. ¿Para qué hablar? El milagro era haberse encontrado y que todo fuese maravillosamente posible sin explicación. «Voy a estrecharla entre mis brazos», se dijo.
         Andaban a lo largo de un macizo de rosas cuya palidez hacía la noche transparente. Decidió que al llegar al quinto macizo le rodearía el talle. Pero las blancas constelaciones se mezclaban indistintamente y no era fácil numerar los macizos. Lo más sencillo era contar hasta veinte. No había llegado a doce cuando a causa de un paso en falso de la muchacha se cadera oprimió la mano de Alfonso. Ella levantó la cabeza sin duda para excusarse. Pero ya él, sin haber tomado lúcidamente una decisión, posó la mano por debajo de la capa y atrajo a la muchacha hacia sí.
         Los cuerpos seguían entrelazados. En el fondo del parque, en un silencio que los lejanos ecos de Roma habían dejado de alterar, yacían como dos náufragos privados de vida.
         —Amanece —dijo ella por fin.
         El cielo palidecía.
         —Es terrible -añadió aún.
Él la ayudó a levantarse. La camisa no era más que un guiñapo a cuyo alrededor ciñó su pesada capa. Alfonso se apercibió que la tela no era negra como había creído, sino violeta oscuro. Los colores renacían a su alrededor. Él le cogió la cabeza con las dos manos aplastando la larga ola de sus cabellos.
        —¡Tenéis los ojos azules! -exclamó.
        —No me miréis.
Se había separado de él. Con un leve movimiento de cabeza se echó los cabellos hacia la cara, que quedó medio oculta bajo aquel oleaje rubio.
       —Si me queréis...
       El príncipe observó que, por primera vez, la palabra «querer» sonaba en la conversación y aún precedida de un «si» condicional. Hasta aquel momento, dominado por la turbación, no había pensado en el amor. Ahora, al mirar a la joven, envuelta en su amplio manto y con la cara oculta por los cabellos, retrocediendo a menudos pasos sobre un fondo de rosas, pensó: «La quiero, y nunca querré a otra.» A la embriaguez de la conquista, añadía el orgullo de haberse convertido en un hombre, el orgullo de haber sabido agradar y poseer. Al enloquecedor placer que había experimentado sucedía de pronto una carga terrible, la de querer.
         Quiso hablar, pero ella terminó su frase con voz firme:
       —Si me queréis, no debéis reconocerme jamás.

Lucrezia Borgia | Cécil Saint - LaurentDonde viven las historias. Descúbrelo ahora