El Cadáver Viviente

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  Bueno, el último one-shoot sobre Madeleine que voy a escribir en un laaargo tiempo. Basado en el libro de Kay, con unas pocas alteraciones de fechas. Toma lugar el día que Erik huyó de su casa.  A pesar de odiar a Madeleine, siempre fue un personaje que me interesó bastante. 

  Vamos a ver si podemos redimirla un poco.                                                                                       -R



  Olvídame.

  Caí sobre mis rodillas, el ruedo y la falda de mi vestido convertidos en una maraña de tela. Miré a mi alrededor, hacia las decenas de espejos estratégicamente colocados para crear ilusiones (esas ilusiones que yo nunca había aceptado), tijeras y pedazos de metal. Dibujos y partituras llenaban todo el piso, y al borde de la cama, el violín que él usaba cuando tenía tres, pero que ya le había quedado pequeño.

Mis intentos por aclarar mis pensamientos estaban siendo vanos; no podía hacer otra cosa que temblar, maldecirme e intentar reprimir los sollozos, allí en esa habitación a la que ni siquiera llegaba la luz del sol.

Se había ido.

Erik se había ido.

Y hasta yo podía reconocer que era la responsable de eso. Pero, ¿por qué justo debía suceder el día en que yo había decidido cambiar? ¿En que dejaría de ser la mujer malcriada, egoísta y fría para convertirme en una verdadera madre?

Toda la noche me habían atormentado nefastas pesadillas en las que no hacía otra cosa que ver vagos relámpagos de imágenes: a Erik cargando el cuerpo sin vida de Sasha, cuyo cuello estaba doblado en un ángulo extraño; a Erik sangrando; a Etienne partiendo para siempre por la puerta de entrada, y volviendo para llevarnos a ambos, a mi hijo y a mí, al manicomio. Vi máscaras y muñecos que cantaban, y a Erik, y a Erik y a Erik.

Al despertar no pude hacer otra cosa que caer en la súbita comprensión de que había arruinado sus nueve primeros años de vida, tal vez marcándolo para siempre, de una manera mucho más profunda que las horrendas marcas que mostraba su cara. Pero había estado dispuesta a intentar repararlo, a ser una mejor madre, a no gritarle, a dejar que me tocase o abrazase.

Pero esa decisión había llegado tarde. Y Dios me estaba castigando por eso.

Olvídame.

No pude contener las lágrimas que escapaban a raudales de mis ojos. No tuve fuerzas para levantarme, aun cuando la habitación era demasiado fría y mi cuerpo no dejaba de recordármelo. Una y otra vez mi cuerpo era atravesado por los indetenibles sollozos, mientras me aferraba con fuerza a uno de los pequeños espejos rotos del piso, con el propósito de que el dolor me ayudara a despejarme.

En este estado tan lamentable me encontró Marie, unas horas después. Yo no me había movido, no podía hacerlo, no me atrevía a hacerlo. ¿Qué sucedería si mi hijo volvía y yo no estaba aquí? ¿Volvería a huir? Sentí la presencia de la mujer a mis espaldas.

—Se ha ido—susurré, sin apartar la vista de la ventana cubierta por tablones de madera. Marie permaneció unos segundos en silencio.

—No sé por qué te sorprende tanto, Madeleine—dijo, con un tono frío que muy pocas veces le había escuchado emplear—. ¿No era eso lo que querías? Ahora podrás casarte con el doctor Barye y rehacer tu vida.

—Etienne no volverá. Lo he echado—comenté, con calma—. ¡Oh, Marie, que cruel y egoísta he sido!

—Sí, lo has sido—coincidió la mujer, pero su voz era ahora amable, esa voz que me recordaba a nuestro tiempo en el colegio de monjas, y que era más acorde a su carácter.

Las Sombras que HabitamosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora